Capítulo 12: Aún estoy vivo
Con una agilidad impropia de sus años, la mujer se adelantó y tiró del brazo de Bailey para sacarla del abrazo de Artemis. Al sentir que el calor en su pecho y el peso sobre su regazo desaparecían de pronto, Artemis sintió una extraña incomodidad que le hizo fruncir el ceño, lo que no pasó inadvertido para Rhonda. «Es evidente que Artemis está empezando a sentir algo por ella… ¡No! ¡No puedo consentir que esto continúe, o perderé todo por lo que he luchado durante tantos años!» gritó Rhonda dentro de su cabeza.
Mientras la mantenía firmemente agarrada por el brazo, Felicity le dio un empujón a Bailey para alejarla de su hijo, y la contempló con ojos de desprecio.
—¿Así que tú eres la hija mayor de los Jefferson, la que fue expulsada incluso de su casa por su comportamiento libertino? ¡Ugh! Mírate, tienes pinta de puta barata. ¿Por qué no te pones delante de un espejo? Así te darás cuenta de que no eres lo suficientemente buena ni para respirar cerca de mi hijo y mi nieto.
Bailey sentía un dolor sordo en el brazo y una indignación creciente ante las palabras de la otra mujer.
—Tiene razón, señora Luther. Todos y cada uno de los miembros de su excelsa familia son caniches de pura raza, bonitos y caros. Así que le recomiendo que cuide bien de sus dos perros —se burló Bailey, mientras miraba a Felicity con ojos centelleantes de ira. Sus palabras estaban teñidas de un profundo desdén, que la matriarca de los Luther sintió como una bofetada en el rostro. Por su parte, Artemis se quedó patidifuso al comprobar cómo Bailey era capaz de destrozar a alguien con palabras sin usar una sola maldición.
—Tú… —rugió la matriarca, al tiempo que soltaba el brazo de Bailey para propinarle un violento empujón. Por la forma en la que la mujer resoplaba, era evidente que estaba fúrica—. Eres terca, como era de esperar. Bien, ¡veremos si eres tan arrogante cuando estés en la cárcel!
—¿La cárcel? —repitió Bailey, y entornó los ojos. «Aún no se sabe qué ha pasado, y ya me están acusando de un crimen que no he cometido. ¿Estarán planeando que pase el resto de mi vida en prisión?» se dijo ella, y desvió la mirada hacia Artemis—. ¿También usted cree que fui yo quien envenenó a los niños, señor Luther? —preguntó ella, y arqueó una ceja.
Artemis la observó con tranquilidad durante unos instantes antes de responder.
—En cuanto comience la investigación, la policía desenmascarará al culpable del envenenamiento —comentó Artemis en tono casual.
Bailey cerró la boca de golpe ante aquellas palabras. «¡Ja! Así que ya no podré limpiar mi nombre» se dijo, pues sabía muy bien que los niños se habían intoxicado en su casa, lo que la convertía a ella de forma natural en la principal sospechosa del envenenamiento. Al ver que Bailey, lejos de argumentar su inocencia, se había quedado callada y pensativa, Artemis frunció el ceño sin darse cuenta. «Es evidente que esta mujer está tranquila; es capaz de mantener la compostura incluso cuando algo así está sucediendo. Tanto ella como Rhonda son hijas de los Jefferson; entonces, ¿por qué son tan diferentes la una de la otra? Si Rhonda fuese la mitad de mujer que Bailey, puede que no le costara tanto controlar a su propio hijo» se dijo Artemis, que no le quitaba la vista de encima.
¡Diiing! Mientras un pitido perforaba el silencio que se había instaurado en el pasillo donde todos se encontraban, las puertas de la zona de urgencias se abrieron y un hombre joven vestido con la bata blanca salió del área de cuidados intensivos. En cuanto vio al doctor, Felicity se apresuró a acercarse a él, mientras que Rhonda, con los puños apretados en un gesto inconsciente, elevaba una plegaria silenciosa para pedir que el médico les dijese que esos dos pequeños bastardos habían muerto. Nada deseaba más que verlos bajo tierra.
—Señor Xuereb, ¿cómo está mi nieto?
Justin se rascó la frente antes de responder a Felicity.
—Ambos niños han ingerido un veneno muy potente; si los hubiesen traído aquí diez minutos más tarde, los dos estarían muertos. Les he practicado un lavado estomacal, tras lo que les he administrado antídotos de amplio alcance, así que en este momento los dos están estables —dijo el doctor con tono cansado.
Sus palabras generaron una ola de alivio en el corazón de todos los presentes, excepto en el de Rhonda. Felicity se dio unas palmaditas en el pecho para calmarse, al tiempo que soltaba un largo suspiro de alivio.
—Ha sido una falsa alarma, tan sólo una falsa alarma —murmuró la mujer, emocionada—. Mi nieto ha tenido la gran suerte de sobrevivir a una enorme amenaza para su vida, así que le espera un futuro seguro y lleno de salud —decretó, y entró en la zona de urgencias.
Bailey también estaba preocupada por su hijo. Tras quedarse inmóvil durante varios segundos, se apresuró a seguir a Felicity.
—Justin, ven conmigo al estudio. Tengo algo que preguntarte —dijo Artemis, al tiempo que miraba al doctor fijamente.
Al instante, Rhonda se encontró con que todos la habían dejado sola en aquel amplio pasillo. Alzó la cabeza para contemplar el cartel donde podía leerse «sala de urgencias» escrito en llamativas mayúsculas rojas, y apretó los puños con tanta fuerza, que sus uñas afiladas atravesaron la piel de sus manos y un reguero rojo comenzó a correr entre sus dedos, pero ella ni siquiera se dio cuenta. «Malditos pequeños hijos de puta, ¡ni siquiera sois capaces de moriros cuando corresponde! ¡No penséis que ya estáis a salvo, sólo porque esta vez os hayáis librado!» pensó la mujer con una sonrisa maliciosa en el rostro, pues era muy consciente de que ella era la tutora legal de Maxton. El mero hecho de que su hijo hubiese sido envenenado dentro de la casa de su hermanastra bastaba para enviar a Bailey a la cárcel.
Mientras tanto, en la sala de urgencias, a Bailey se le llenaron los ojos de lágrimas al observar a su hijo, que yacía inmóvil y conectado a mil cables en una cama. La tez casi transparente de Zayron atestiguaba la aterradora experiencia que acababa de vivir. «Si no fuese porque Justin es un médico extraordinario, los niños hubieran…» pensó Bailey, y apretó los puños con rabia. Se prometió a sí misma que vengaría a su hijo pronto, de modo que el culpable lamentase durante el resto de sus días haberse atrevido a atentar contra la vida de Zayron. Durante unos instantes, Bailey permaneció absorta junto a la cama del pequeño, antes de tomarle en brazos para marcharse juntos; sin embargo, cuando se dirigía a la puerta de salida, Rhonda entró en la sala y le bloqueó el paso.
—¿A dónde crees que vas, Bailey? El asunto del envenenamiento aún no se ha esclarecido. ¿Acaso planeas largarte sin más?
—Muévete. ¿No sabes aún quién es el verdadero culpable? ¿Es que no eres consciente de tus propios actos, Rhonda? —gruñó Bailey en tono glacial.
Rhonda frunció los labios ante aquellas palabras, y en un instante su visión se volvió borrosa pues sus ojos se llenaron de lágrimas de cocodrilo.
—¿Qué insinúas, Bailey? Max ha estado viviendo en tu casa unos días, de modo que yo ni siquiera he podido acercarme a él. Ahora que le ha sucedido algo horrible bajo tu cuidado, ¿aún pretendes culparme a mí de tus actos? —exclamó Rhonda, y sus lágrimas hipócritas comenzaron a rodar por sus mejillas como si una pequeña presa de agua salada se hubiese desbordado en sus ojos. Adoptó una actitud ofendida, como si la acusación de Bailey la hubiese herido en lo más profundo, lo que provocó que Bailey le lanzase una mirada de impaciencia mientras todo su cuerpo se tensaba, listo para atacar. No tenía la menor intención de quedarse a contemplar la patética actuación de Rhonda; de hecho, se sentía muy disgustada por la actitud de su hermanastra, y la indignación comenzaba a aflorar en su pecho.
—Unidad 501, bloque tercero, Condominio Shelbert, calle Lightspring, en Summerbank. Señora Rhonda, si tan segura está de que fui yo quien envenenó a su hijo, no dude en proporcionarle mi dirección a la policía para que vengan a arrestarme. No se preocupe, no tengo la menor intención de escapar; de cualquier forma, no como podría hacerlo —dijo Bailey y le propinó a Rhonda, sin rastro de remordimiento, una patada en la espinilla tan fuerte que la hizo perder el equilibrio. Rhonda cayó al suelo de rodillas con un golpe sordo.
—¡Ah! —gritó Rhonda, y se agarró las rodillas con fuerza. Las lágrimas aún descendían por su rastro, dándole a su expresión un aire dramático—. ¡Bailey, t… te has pasado! ¿Cómo puedes actuar de una manera tan irracional y arrogante? —gimió Rhonda pero Bailey, sin dedicarle siquiera una segunda mirada a la mujer en el suelo, rodeó a Rhonda para dirigirse hacia la puerta con su hijo en brazos.
—¡Detente ahí mismo! —sonó la voz de Felicity tras ella—. ¿Quién te crees que eres, y de dónde has sacado el coraje para portarte como una salvaje en nuestra propia casa? —bramó la mujer, pero cuando vio que Bailey la ignoraba y continuaba caminando hacia la salida, montó en cólera instantáneamente—. ¡Atrapadla y amordazada, que no escape! ¡A ver si eres tan valiente como para desafiarnos cuando estés inmovilizada! —gritó Felicity, que a esas alturas estaba a punto de perder la razón.
Al instante, se escucharon unos pasos firmes que se acercaban, y unos segundos después, un par de fornidos guardaespaldas que vestían de negro de la cabeza a los pies irrumpieron en la estancia y cercaron a Bailey. Entonces, Rhonda se puso en pie y le lanzó a Bailey una mirada de odio. Sus hermosos ojos almendrados estaban llenos de lágrimas, y estalló en sollozos ante la ayuda que acababa de llegar.
—Cada día que pasa te vuelves más despreciable, Bailey. Max aún es un niño pequeño, ¿tan podrido está tu corazón como para querer matarle? Ni siquiera pensabas perdonar la vida a tu propio hijo, con tal de asesinar al mío. Con toda la maldad que acumulas dentro, ¿acaso no temes que te caiga un rayo? ¡Te mereces el castigo divino! —gimoteó Rhonda en tono lastimero.
Una minúscula sonrisa asomó a los labios de Bailey, pero la mirada de sus ojos era más fría que el hielo. Aunque sospechaba de su hermanastra desde el principio, la teatral actuación de Rhonda le confirmó que ella había tenido mucho que ver en el envenenamiento que habían sufrido Maxton y Zayron. Sin embargo, había un detalle que no alcanzaba a comprender, por más vueltas que le diese: ¿por qué envenenaría Rhonda a su propio hijo? ¿Era capaz de llegar hasta ese límite con tal de enviarla a la cárcel?