Capítulo 3: Él no es mi hijo
—¡Artemis! ¡Max se ha vuelto loco! —gritó Rhonda.
Aquellas palabras irritaron tanto a Artemis, que su rostro se ensombreció. En realidad, el hombre comprendía muy bien por qué su hijo encontraba repulsiva a aquella mujer: Maxton poseía una sensibilidad especial, de modo que el niño sabía a la perfección lo que su madre sentía por él a partir de ciertos comentarios casuales que ella dejaba caer en ocasiones. De hecho, el que Rhonda le acusase de estar loco era una prueba fehaciente de que aquella mujer no sentía el menor amor por el chico. A Artemis, por su parte, le bastaron seis años para descubrir quién era su esposa en realidad, de modo que si no fuese por Maxton, la hubiese echado de casa tiempo atrás.
—Maxton, ya basta. Regresa a la cama —intercedió al fin Artemis, lo que le valió una mirada furiosa por parte del niño.
—Sólo si ella se queda —replicó, pero cuando ambos se giraron hacia Bailey, ésta parecía haberse esfumado. ¿Acaso había huido? Maxton miró a su padre con el ceño fruncido—. No sirves para nada. Ni siquiera puedes vigilarla —añadió con desprecio, y sus palabras dejaron sin habla a Artemis.
Cuando Rhonda observó que Maxton al fin se había relajado, lo atrajo hacia sí para abrazarlo, pese a los infructuosos intentos del niño para liberarse.
—Max, esa mujer es mi hermana mayor y tu tía. Ella quedó embarazada fuera del matrimonio, así que el abuelo la echó de la familia. Harías bien en mantenerte alejado de esa mujer, no puede ser más que una mala influencia para ti.
—No le digas eso —reprendió Artemis, y Max aprovechó la ocasión para burlarse de ella.
—Eres una mujer mala, y por fin has mostrado tu verdadero rostro. Desde el principio he sabido que tú no eres mi mami. Otras madres contemplan a sus hijos con amor, pero sólo veo codicia en tus ojos cuando me miras. Encontraré a mi verdadera madre algún día y con eso revelaré tu verdadera identidad.
En una suite del decimoquinto piso en el Condominio Shelbert, Bailey lanzó un grito rabioso cuando vio el caos que reinaba en su casa.
—¡Zayron! ¡Ven aquí ahora mismo!
—¡Guau!
Un ladrido agudo salió del cuarto que estaba a la derecha de la entrada y, unos instantes después, un perro que llevaba ropa interior en la cabeza se lanzó sobre Bailey emocionado, pero ella le dio un puntapié y se escuchó un golpe sordo. Zayron quedó horrorizado cuando salió del cuarto y vio al perro gimoteando.
—¿Estás loca? ¿O es que te ha llegado la menopausia antes de tiempo? —exclamó el niño en tono de reproche, tras lo que se giró hacia su perro—. ¡Ya te había dicho que tenías que respetar la casa de Bailey, Hado! ¡Cuesta varios millones! Te lo has ganado, por ensuciar este lugar. Ven aquí, déjame ver cómo estás. Oh, ¿esa mujer te ha dado una patada? ¡Pero si hasta se te está cayendo el pelo por el trauma! —añadió Zayron en tono desolado. Hado estaba tumbado en el suelo llorando, como si con sus gemidos pretendiese acusar a su dueño de ser un hipócrita.
Bailey rápidamente leyó lo que su hijo estaba haciendo.
—Te doy una hora. Si todo sigue igual cuando salga del estudio, te tiraré por la ventana —dijo Bailey con seriedad, lo que provocó el enfado inmediato de Zayron.
—¡Hey! ¿Así es como piensas tratarme, pese a que te acabo de salvar la vida? De no ser por mí, ese sujeto de la familia Luther te habría capturado. ¿Cómo puedes venir a casa y amenazarme así después de eso?
—¿Acaso ya has olvidado que los tres millones que robé ahora están en tu bolsillo? ¡En todo caso, tú serás el primero en recibir sus amenazas! —dijo Bailey con sorna, al tiempo que le pellizcaba la mejilla.
Mientras tanto, la familia Luther se hallaba sumida en un completo caos. Artemis, con el ceño fruncido y una expresión iracunda en el rondo, se sentó en el sofá y guardó silencio; Rhonda se sentó con la espalda rígida enfrente de él y escrutó con detenimiento el rostro de su marido en busca de cambios en sus facciones. Desde que regresaron del hospital, Maxton había estado teniendo una rabieta tras otra, y Rhonda se encontraba en una situación delicada gracias a él. Cada vez que pensaba en cuánto se parecía ese mocoso a Bailey, sentía deseos de estrangularle; de hecho, en el fondo de su corazón sabía que lo habría asesinado mucho antes si no fuese porque le necesitaba para casarse con Artemis y entrar en la todopoderosa familia Luther.
Durante los últimos años, la mujer sentía como un insulto los comentarios bienintencionados acerca de la maravillosa vida que llevaba, gracias a que le había dado un heredero a la familia Luther. Las personas que decían ese tipo de barbaridades creían que ella era feliz al vivir en medio del lujo y la opulencia en Hallsbay, pero para Rhonda, Maxton suponía una humillación viva y constante, pues en todo momento el rostro del muchacho le recordaba que no era su hijo. Además, por culpa del niño, Artemis no la había tocado a lo largo de todos esos años; cada vez que intentaba reducir la distancia física y emocional que había entre ambos, él la apartaba sin siquiera dedicarle una mirada. Incluso, aquel hombre le confesó que le bastaba con tener un heredero, pues le desagradaban las mujeres. Sólo Rhonda sabía cuánto había soportado durante sus años de matrimonio, y hasta qué punto odiaba su vida.
Ella sentía como una humillación particularmente sangrante el haber tenido que criar al hijo de Bailey no sólo como propio, sino como el heredero universal de la familia Luther. Cuando Rhonda se enteró de que su hermanastra había regresado a Hallsbay, se enfrentó al miedo de que Bailey revelase la verdad, lo que provocaría que ella fuese expulsada al momento de la familia Luther. «¡No! No puedo permitir que me ocurra algo así. ¡Tengo que sacarla como sea de Hallsbay!» pensó con determinación.
¡Crash! Desde el piso superior llegó un estruendo de platos quebrados por segunda vez en el día y Artemis, que hasta el momento había tolerado con estoicismo el comportamiento de su hijo, se puso en pie de un brinco y subió las escaleras.
Rhonda esbozó una sonrisa maquiavélica. «Bien muchachito, sigue así y vas a terminar por perder el favor de tu querido padre. En ese momento, yo estaré encantada de darle un hijo a Artemis para sustituirte» pensó ella con fruición.
En el momento en que el hombre abrió la puerta del cuarto de su hijo, un objeto voló en dirección a su rostro; alcanzó a bloquearlo con la mano, sólo para terminar con un puñado de avena deslizándose por sus ropas hasta el suelo. De inmediato, el rostro de Artemis se ensombreció y la temperatura a su alrededor descendió con brusquedad. De tres zancadas, se colocó frente a su hijo y le agarró.
—¡Maxton Luther! ¿No crees que ya es suficiente? —tronó el hombre.
—P… Pero yo la quiero… —tartamudeó el niño con los ojos anegados por las lágrimas.
Pese a que ni siquiera sabía su nombre, Maxton deseaba con todas sus fuerzas que Bailey estuviese a su lado. ¡De no ser por la pretenciosa de su madrastra, esa mujer no habría huido!
Aunque Artemis sabía de sobra a quién se refería el niño, no tenía la menor intención de cumplir su deseo, pues él consideraba que todo niño debe respetar a su madre, aunque ésta no le agrade, como era el caso.
—Rhonda es tu madre, así que, aunque no te guste, debes guardarle respeto. Y deberías dejar de pensar en las otras mujeres —dijo él con gesto adusto.
—¡Hmph! ¡Me niego a probar bocado si no la traes hasta mí! —gritó el chico, e irguió la cabeza con gesto retador para observar a su padre.
El hombre arrojó al niño de vuelta a la cama y salió hecho un basilisco.
—Bien. Entonces quédate aquí y no pruebes bocado —dijo Artemis en tono gélido mientras salía por la puerta.
—¡Eso haré! ¡Ya verás, me moriré de hambre! —gritó Maxton.
«¿Desde cuánto este pequeño buscabroncas es tan elocuente?» se preguntó Artemis, que se sentía perplejo por los cambios que estaba observando en su hijo.
Aquella noche, Zayron estaba editando algunas fotos en el estudio cuando se dio cuenta de algo que le dejó anonadado. «¿Pero qué demonios? ¿Cómo es posible que me parezca tanto a ese hombre malvado de la familia Luther?» se dijo.