Capítulo 11: Ella envenenó a Max
«¿Que los chicos han sufrido una intoxicación alimentaria? ¿Cómo ha podido ocurrir algo así?» se preguntó la mujer.
—Oye, ¿qué ha ocurrid…? —comenzó a preguntar Bailey, pero antes de que terminase la frase, la llamada se cortó.
Bailey se forzó a calmarse y se levantó de su asiento. Agarró su bolso, que estaba encima de la mesa, y se lanzó hacia la puerta.
—Vicky, tengo que atender algo urgente, hablamos en otro momento. Por favor, échame una mano y llama al Grupo Luther para comunicarles que mañana acudiré a mi puesto de trabajo. Estoy decidida a completar el diseño del vestido en el plazo estipulado —dijo Bailey con seguridad.
Ante las palabras de su amiga, Victoria se puso en pie y frunció el ceño.
—¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Ha ocurrido algo?
—No es nada grave, pero es algo que tengo que resolver en persona. Tú no te preocupes, ¿vale? —Bailey se detuvo un instante, y le lanzó a su amiga una mirada rápida—. Vicky, no bebas demasiado alcohol. No te hará sentir mejor ni menos desesperada, sino que lo único que a la larga conseguirás será dañar tu salud sin remedio. Algunas personas están destinadas a ser meros advenedizos en el camino de tu vida; aunque te halles en el fondo del pozo por su culpa, puede que esté en brazos de otra mujer en este mismo momento y ni siquiera recuerde tu nombre.
Una mezcla de tristeza y angustia brilló en el fondo de los habitualmente vivarachos ojos de Victoria, pues entendió con rapidez a quién se refería su amiga. «Ese hombre… Le traicioné, y su reputación quedó destruida por ello. No tuvo más remedio que rendirse, y todo por mi culpa» se lamentó en silencio la mujer.
En la mansión Luther, un grupo de gente esperaba en el exterior de la enfermería con la ansiedad dibujada en sus rostros; el estado de los niños había ido empeorando conforme avanzaba el día, de modo que en ese momento ya estaban gravemente enfermos: echaban espuma por la boca y hubieran muerto si no hubieran recibido atención médica con carácter urgente.
—¿Puede alguien explicarme qué ha sucedido aquí? Me fui de Hallsbay hace apenas quince días, ¡y al regresar me encuentro a mi adorado nieto en este estado! —exigió Felicity Chivers. Al mirar a Rhonda, que estaba apenas a unos metros de ella, sus ojos se llenaron de ira.
Felicity adoraba a Maxton y se lo demostraba cada vez que podía, aunque éste tuviese un origen humilde por la rama materna. Rhonda no podía hacer nada, así que se limitó a encogerse en su sitio mientras guardaba silencio, pues sentía sobre ella la mirada acusatoria de la otra mujer. Toda la familia sabía de sobra que Felicity no era alguien fácil, sino que era conocida por ser sarcástica, de trato duro y muy arrogante. Si Rhonda no hubiese «dado a luz» al hijo de Artemis, jamás la hubiese aceptado en su casa, pese a todos los méritos que hizo Rhonda durante años para ganarse a su suegra.
—¡Di algo! ¿Acaso eres muda? ¿Has olvidado el lenguaje humano? —le gritó Felicity.
Rhonda le lanzó una mirada aterrorizada y sus labios comenzaron a temblar, pese a que trató de aparentar perplejidad.
—M… Mamá… —comenzó ella. Sin embargo, en cuanto escuchó el título con el que se dirigía a Felicity, Artemis la fulminó con una mirada glacial. En ese momento, Rhonda comprendió que había perdido el derecho a llamar así a su suegra, así que se enmendó con rapidez—. M… Señora Luther, mi hermana Bailey fue quien drogó a Max. Estaba celosa de que yo le haya dado un heredero a la familia Luther.
Pese a que Felicity mantenía un rostro frío e imperturbable, por dentro comenzó a hacerse preguntas. «¿Hermana? ¿Qué hermana? ¿Qué está pasando?» se dijo.
Rhonda le dirigió a Artemis una mirada precavida; él parecía estar tranquilo y no hizo el menor amago de detenerla, así que la mujer le armó de valor y le contó a Felicity todo lo que había ocurrido durante los últimos días. Su relato hizo que Felicity saltara de su asiento, presa de la rabia.
—¿Hablas de Bailey Jefferson? ¿La mujer que vendió su virginidad por cinco millones, se quedó embarazada fuera del matrimonio y dio a luz a un bebé muerto? ¿La oveja negra de la familia Jefferson?
Rhonda agachó la cabeza ante aquel estallido, pero una mirada astuta brilló en sus ojos mientras un plan comenzaba a tomar forma en su mente.
—Sí, de ella hablo. Estaba tan celosa de que yo fuese la madre de Maxton, que le drogó para tratar de arrebatarle la vida…
—¡Cierra el pico! —ladró Artemis, y la amenazó con un dedo acusador—. El envenenamiento de Maxton aún no ha sido investigado, así que no deberías sacar conclusiones tan precipitadas.
Rhonda, que se disponía a seguir criticando a su hermana, se tragó sus palabras y se tambaleó hacia atrás con gesto ansioso.
—Está bien, ya me callo. Sin embargo, hay algo que no logro comprender: tú eres un hombre brillante, entonces ¿por qué te dejas engañar por una arpía que se vendió a cambio de cinco millones? ¡Incluso enviaste a tu propio hijo a su casa para que conviviese con ella!
Artemis inclinó la cabeza y pareció sumirse en sus propios pensamientos.
—Deberíamos centrarnos en los niños. Ya trataremos este asunto cuando hayan salido de peligro —dijo él con voz suave tras un rato de silencio meditativo.
Felicity, que había escuchado con atención todo lo que Rhonda había dicho, resopló y apretó la mandíbula antes de volver a hablar.
—Esa perra está intentando atraer a Max hacia ella para llamar tu atención, Artemis. ¡Quiere casarse contigo para ascender en la escala social! Seguro que mi nieto descubrió lo que esa zorra pretendía y ella, asustada por verse descubierta, le envenenó para tratar de silenciarle. ¡Maldita sea! ¿Cómo se atreve a tratar de asesinar al heredero de los Luther? ¡Me aseguraré de que se pudra en la cárcel! —exclamó la mujer, y se volvió hacia el mayordomo—. Llama al señor Chestway y dile que venga ahora mismo.
—De acuerdo, señora Luther.
Artemis entrecerró los ojos, que tenían una expresión impenetrable; sin embargo, no contradijo a su madre ni trató de detener al mayordomo cuando éste se marchó de la sala para cumplir la orden de la matriarca.
«Esto sí que es una manera simple y efectiva de matar dos pájaros de un tiro: ¡puedo quitarme de en medio a esos dos bastardos, y a la vez mandar a Bailey a la cárcel por ello! El veneno era potente, así que estoy segura que ninguno de los mocosos sobrevivirá. Si el consentido de la familia Luther muere, ¡todos se lanzarán sobre Bailey y no pararán hasta destrozarla! ¡Ja! ¡No puedo esperar para ver a Bailey entre rejas!» se dijo Rhonda, e inclinó la cabeza para que nadie viese la sonrisa maliciosa que se formó en sus labios al imaginar la caída definitiva de su hermana.
En ese momento, el sonido rítmico de unos pasos apresurados llegó desde el final del corredor; se trataba de Bailey, que corría para ver a su hijo cuanto antes. Sin embargo, apenas había llegado a la puerta de la habitación cuando Felicity avanzó hacia ella con el brazo levantado para abofetearla en su mejilla izquierda. Pese a la conmoción que sentía, Bailey se echó hacia atrás con rapidez, pero apenas pudo esquivar el golpe y la inercia del movimiento la hizo caer de espaldas.
Lo siguiente que la mujer notó no fue el dolor del impacto contra el suelo, sino unos brazos cálidos que la sujetaban mientras un familiar aroma con notas de menta acariciaba la nariz de Bailey. «No me extraña que Artemis sea uno de los solteros más codiciados del país y que las mujeres bailen como focas en torno a él con tal de conseguir una brizna de su atención, porque este hombre es todo un galán. Además de pertenecer a una familia noble y ser una de las personas más ricas del mundo, Artemis posee una apariencia física capaz de rendir a la dama más orgullosa con una sola mirada. Es una pena que la perra de Rhonda se acostase con él… Menudo desperdicio», pensó Bailey, pero no hizo el menor amago de apartar a Artemis.
Al ver que «su hombre» abrazaba a Bailey tras salvarla de caer al suelo, la expresión de Rhonda se contorsionó por la ira y los celos. «Llevo viviendo siete años en la residencia de los Luther, y aún no he conseguido tener el grado de intimidad con Artemis que él le regala a esa perra a la menor oportunidad. ¿Qué derecho tiene esa zorra a estar en sus brazos?» pensó Rhonda.
—B… Bailey, ¿por qué has envenenado a Max? ¡Es tu sobrino! ¿Por qué le has hecho daño? —gimoteó Rhonda.
Felicity, que ya notaba la rabia acumulada en su pecho por no haber podido golpear a Bailey cuando apareció por la puerta, montó el cólera cuando escuchó que Rhonda mencionaba el nombre de Maxton.