Capítulo 4: Pídele al perro que abra la puerta
Zayron contrastó con detenimiento una fotografía suya y otra de Artemis. «Nos parecemos, pero tampoco demasiado. Mi padre tiene más de sesenta años, y además es calvo; está muy lejos de ser un guapo millonario. Sonreiría hasta en sueños si yo tuviera un padre como el señor Luther» se dijo.
¡Creeeeec! La puerta de su cuarto se abrió con un lastimoso quejido y Bailey entró con un plato de fruta en la mano. El chico cerró su portátil a la velocidad del rayo en cuanto la vio. «Aún tengo mucho que hacer, así que no puedo permitir que ella se entere» pensó Zayron.
—¡Ja! ¿De verdad crees que no sé lo que estás haciendo? Apuesto a que otra vez estás viendo chicas guapas. No puedo creer que a una edad tan temprana seas ya un pervertido —bromeó la mujer.
—¿Por qué haría algo así? Tengo una hermana adorable —respondió el niño mientras ponía los ojos en blanco.
—Por cierto, ¿dónde está ahora? Si no me equivoco, sigue de gira, ¿no? ¿Cuándo va a regresar? —preguntó Bailey, al tiempo que colocaba el plato sobre la mesa.
—¿Por qué debería regresar? —inquirió el niño, y observó a su madre con una mirada de expectación en los ojos.
—Dentro de dos semanas es el aniversario luctuoso de tu abuela; nunca os he llevado a verla, así que pensé que, ahora que hemos regresado, podríais visitarla.
—Ya veo. Mañana le mando un mensaje. Oye Mamá, ¿por qué no nos presentas en la familia Luther? Ya sé que es un poco raro que tenga un padre de sesenta años, pero al menos podría sacarle algo de dinero —dijo Zayron.
—Él no es tu padre biológico. Pirateé la base de datos del banco de sangre hace tres años para comparar su ADN con el tuyo, y verifiqué que no estáis emparentados, así que tendrás que renunciar a tu plan de extorsionarle —rio Bailey.
—Bueno, en algún lado tiene que estar mi Papá, es imposible que no tenga uno. Le buscaré una vez que termine de tratar con ese malnacido de Luther. Como soy tan inteligente, no tendré el menor problema en encontrarle, estoy seguro —murmuró el niño con un puchero.
Dos días después de su última conversación, Artemis entró en el cuarto de su hijo con el rostro ensombrecido. Cuando vio que Maxton, debilitado y hambriento, permanecía tumbado en la cama sin dar la menor señal de querer dirigirse a él, una sonrisa amarga se dibujó en sus labios.
—¿Sigues vivo? Si es así, te traeré a esa mujer —ofreció el hombre.
Artemis había verificado los antecedentes e historia de Bailey y, tal como esperaba, se trataba de la hija mayor de la familia Jefferson, de modo que Rhonda era su hermanastra ya que ambas mujeres tenían distintas madres.
Ocho años atrás, Bailey vendió su cuerpo a un hombre de más de cincuenta años a cambio de cinco millones de dólares; nueve meses después, ella dio a luz un hijo fuera del matrimonio y no pudo evitar que se hiciese público, de modo que tuvo que marcharse al extranjero porque su reputación en Hallsbay había quedado destrozada.
El hombre trató de ignorar a su hijo durante los últimos dos días, pues no quería que Maxton se involucrase con una mujer que tenía un pasado tan convulso, pero el niño había demostrado ser más obstinado de lo que su padre pensaba. Si Artemis no cedía, su hijo terminaría por morirse de hambre.
Dado que la familia Luther necesitaba un heredero pero Artemis no mostraba el menor interés por ninguna mujer, pensó que debía comprometerse y permitir que el niño se saliese al fin con la suya. Cuando Maxton escuchó a su padre, se esforzó en incorporarse, pese a que se sentía muy mareado.
—Vamos —susurró el muchacho, pero al ver lo débil que estaba, el hombre se acercó para ayudarle.
—Aún no puedo creer que le des la espalda a tu madre y busques a tu tía en su lugar. Eres tonto, hijo —le regañó Artemis.
Rhonda, que había permanecido en el piso inferior mientras su esposo subía a buscar al niño, se alarmó mucho cuando vio que Artemis atravesaba la sala de estar con el muchacho en brazos y se dirigía hacia la puerta, de modo que se apresuró a colocarse en su camino para bloquearle el paso.
—¿A dónde llevas a nuestro hijo, Artemis? —preguntó la mujer.
—Voy a llevarle con Bailey —replicó él en tono gélido, sin siquiera molestarse en mirarla.
—No —exclamó Rhonda en tono tajante, y estiró los brazos para arrebatarle al niño. «No puedo creerme lo que acabo de escuchar. ¿Qué Artemis quiere llevarle el niño a Bailey? ¿Qué es lo que pretende? ¡Es su cuñada!» pensó ella, indignada.
—Muévete —exigió el hombre.
Rhonda apretó los dientes y fingió una voz temblorosa.
—Yo soy la madre de Max. ¿Cómo puedes llevárselo a otra mujer, acaso pretendes que la tome por su madre?
—¿Es que no ves lo débil que está Max? Ninguna madre que se precie soportaría ver a su hijo en ese estado, pero tú no has movido un dedo por él durante los últimos dos días. Apuesto a que estás deseando que se muera de hambre —respondió él, al tiempo que clavaba una mirada afilada en su esposa.
Cuando vio el odio y la frialdad que irradiaba de los ojos de su esposo, Rhonda caminó hacia atrás con pasos vacilantes. Era cierto que deseaba que aquel mocoso insolente muriese de hambre en su cuarto, pero el resultado no pudo ser más desastroso: no sólo había sobrevivido, sino que además había logrado salirse con la suya. «¡Maldita sea! No puedo creer que esa sabandija siga con vida» se dijo la mujer con rabia.
—No, sabes de sobra que no es eso lo que quiero decir. Por supuesto que yo también estoy preocupada por Max; de hecho, ahora mismo estaba en la cocina preparándole un poco de avena. Dame medio día, y me aseguraré de que coma algo —insistió Rhonda. Artemis no se dignó a responder, sino que le dirigió una larga y apática mirada; sin embargo, la mujer interpretó que su marido no se hubiera movido ni un centímetro como aquiescencia y no como desinterés, así que continuó argumentando—. Mi hermana se vendió a un anciano a cambio de cinco millones, y encima se quedó embarazada de él. Su reputación está mancillada para siempre, así que no quiero que nuestro hijo esté cerca de ella en ningún momento.
Una chispa de disgusto brilló en los ojos de Artemis cuando escuchó las palabras de su esposa. Pese a que desaprobaba el comportamiento que Bailey había tenido en el pasado, estaba consternado por la lluvia de calumnias que Rhonda estaba lanzando sobre su hermana. «Creo que ya es hora de que encuentre a alguien más para que críe a Max; no quiero que mi hijo crezca a la sombra de una madre como Rhonda» se dijo el hombre.
—Papá, si me dejas con ella no me volverás a ver el pelo. No puede esperar a matarme de hambre —dijo Maxton.
—Desaparece de mi vista —le dijo Artemis a Rhonda en tono autoritario, de modo que ella no tuvo más remedio que hacerse a un lado. Le faltaban redaños para enfrentarse a Artemis, de modo que lo único que pudo hacer fue quedarse mirando con los puños apretados cómo padre e hijo se marchaban en busca de su hermanastra. «Bailey Jefferson, aún tenemos un largo camino por delante, y me aseguraré de que el tuyo finalice cuando te mate con mis propias manos» pensó Rhonda con rabia.
Al otro lado de la ciudad, Bailey se afanaba en la cocina cuando escuchó el timbre de su casa.
—¡Abre la puerta, Zayron! —exclamó la mujer.
—¡Abre la puerta, Hado! —gritó el niño desde el estudio cuando escuchó a su madre.
El perro frotó la nariz contra la alfombra y caminó de mala gana hacia la sala de estar para cumplir la orden de su dueño. Cuando la puerta del apartamento se abrió y vio que quien había tirado de la manija era un perro, que además en esos momentos jadeaba de felicidad, Artemis se quedó estupefacto. Y esa sensación de asombro no dejó de crecer cuando su cerebro registró lo que había ocurrido. «No puedo con ella. ¿Acaso acaba de pedirle al perro que nos abra la puerta?» pensó el hombre, indignado. Cuando se recuperó de la sorpresa, Artemis se dio la vuelta para alejarse con decisión; sin embargo Max, que aún seguía en sus brazos, se revolvió.
—Te juro que si me llevas a casa de nuevo no comeré nada hasta que muera de inanición —dijo el niño en tono firme.
Las venas en la frente de Artemis comenzaron a pulsar por la tensión, pero al fin se giró, entró de nuevo al apartamento y dejó a Max sobre el sofá antes de salir por la puerta.
—Te reto a que permanezcas en este minúsculo apartamento durante el resto de tu vida. ¡No te molestes en volver a la mansión Luther ni a nuestra familia! —rugió el hombre, y cerró la puerta con un sonoro portazo.
Max, lejos de tratar de perseguir a su padre, miró hacia la puerta de la cocina con una expresión de esperanza y anticipación en el rostro. Cuando Bailey salió de la cocina, dio un brinco al ver que había un niño nuevo en medio de su salón.
—¿Pero qué…? ¿Y tú de dónde has salido? —exclamó ella mientras sostenía un plato en sus manos.