Capítulo 2: Respiración
«Esa persona parece pequeña, así que debe tratarse de un niño. Sin embargo, no se está moviendo» se dijo la mujer.
—Cuelgo yo primero. Hablamos en casa —se limitó a responder ella.
En cuanto terminó la llamada, Bailey caminó con rapidez hacia una esquina cercana a donde se encontraba; a medida que se aproximaba, se dio cuenta que, efectivamente, la figura que había visto antes se trataba de un niño de seis o siete años. Tras un instante de vacilación, la mujer tocó con el pie al pequeño, que estaba hecho un ovillo en el suelo.
—Oye, ¿aún respiras? —preguntó ella, pero el niño ni respondió ni hizo el menor movimiento, así que consideró si debía marcharse y dejarle allí.
«Más vale que me ocupe de mis propios asuntos la próxima vez. ¿Por qué me he acercado siquiera al crío? La gente incluso podría pensar que le he secuestrado, o algo así» se dijo la mujer, de modo que se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria.
—Mami… —susurró una débil voz infantil tras ella mientras se alejaba.
Aquel sonido la paralizó, pues trajo a su mente el recuerdo de su bebé prematuro, el cual murió durante el parto. A causa de ello, Bailey era incapaz de ignorar a un niño de esa edad, fuese quien fuese.
—En pie. Te vienes conmigo —dijo Bailey, pero tras darse cuenta de que el chico tampoco le iba a responder en aquella ocasión, lanzó un largo suspiro y se acercó para cogerle en brazos; sin embargo, en cuanto tocó al pequeño, se percató de que estaba ardiendo. «¡Tiene una fiebre altísima! Pero ¿en qué están pensando sus padres? ¿Cómo pueden dejar a su suerte a un niño tan pequeño en un rincón oscuro?» pensó Bailey, indignada—. Has tenido suerte de toparte conmigo; de lo contrario, podrías sufrir daño cerebral si te sigue subiendo la fiebre —añadió ella mientras tomaba en brazos al niño y corría hacia la salida.
Esa misma tarde, la noticia de la desaparición de Maxton, el miembro más joven de la familia Luther, copó todos los titulares de periódicos y medios de comunicación, lo que provocó un caos en la clase alta del país: la aristocracia en pleno de Hallsbay estaba aterrorizada, pues nadie podía imaginar quién tendría las agallas de tocar a un Luther. Maxton era el consentido de su familia, y por tanto el niño más importante del país, mucho más que todos los pequeños aristócratas de Hallsbay juntos; por ello, su desaparición causó un monumental revuelo.
Bailey, que estaba sentada junto a la cama del niño, en el quinto piso de un hospital cercano al aeropuerto, vio las noticias acerca de la desaparición del joven heredero en la televisión del cuarto y se pasó la mano por la frente con gesto de molestia. El chico que descansaba a menos de un metro suyo era exactamente igual a Maxton. «Mira el lío en el que te acabas de meter, Bailey Jefferson. Tienes que dejar de meter las narices donde no te llaman», pensó.
Apenas unas horas antes, Artemis la había acechado por todo el aeropuerto, pero cuando ella creyó que al fin se había librado de él, resultó que el niño que había salvado era hijo de ese hombre. «Entonces, este muchachito es de hecho alguien importante. La fortuna de su padre puede rivalizar con la de una nación entera, y este niño es el heredero universal del Grupo Luther. En esencia, ha nacido con un pan debajo del brazo y tiene la vida solucionada. Ojalá mi hijo hubiese tenido tanta suerte», se dijo ella con amargura al pensar en lo injusta que era la vida.
—Mami… —murmuró el niño de pronto.
Bailey lo contempló durante un instante, y en sus labios se dibujó una sonrisa de resignación.
—Más vale que no me llames «mami», ni siquiera puedo imaginar las consecuencias que traería el que alguien escuchase eso. Como mucho, puedo ser tu tía —le advirtió ella.
El muchacho parpadeó y le dedicó una inocente sonrisa.
—Mami… —llamó de nuevo.
En ese momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe, y un hombre alto irrumpió en el cuarto seguido por varios guardaespaldas que vestían trajes negros. «¿Otra vez él?» se dijo ella, alarmada. Seis meses atrás, Bailey pirateó una cuenta de banco en Spaunia, de donde robó tres billones de dólares; desde ese momento aquel hombre, que no era otro que el propietario de dicha cuenta, se había dedicado a perseguirla por todo el mundo con el único fin de atraparla. ¡Qué vida más agotadora!
—¿Tú eres quien salvó a mi hijo? —preguntó él con una voz profunda y magnética.
Cualquiera que no le conociese, pensaría por su tono de voz que era una persona dulce y amable, pero en realidad se trataba de uno de los hombres más peligrosos del mundo.
Con un vastísimo imperio comercial y una enorme influencia tanto social como económica, aquel hombre encabezaba la pirámide del éxito en todo el mundo, de modo que ni siquiera era necesario decir que Hallsbay estaba bajo su completo control.
—Sí, soy yo, pero no tienes que darme las gracias. Su condición es estable por fin, así que yo me marcho ya —dijo Bailey, tras lo que tomó su bandolera, que estaba sobre la cama, y se giró para marcharse.
Sin embargo, en cuanto el muchacho la escuchó, se aferró a su brazo y la contempló con ojos de cachorro abandonado.
—Quédate conmigo, por favor —suplicó el niño.
Artemis se sorprendió por aquel gesto pues, como todo el país sabía, su hijo había sido diagnosticado con autismo severo y no articulaba una sola palabra. El hombre jamás le había visto actuar tan a la desesperada, ni siquiera con él, su propio padre.
Bailey, con una sonrisa en los labios, dio unas palmaditas afectuosas en la cabeza del niño.
—Tus padres están aquí, ellos te cuidarán —trató de alentarle ella.
—¡Yo no tengo mamá! —sollozó de repente con desesperación, y le apretó el brazo aún más fuerte. «¿Qué? Pensaba que Rhonda era su madre» se dijo ella, perpleja.
Pese a que Bailey había pasado gran parte de los últimos siete años en el extranjero, aún se mantenía al tanto de los asuntos de actualidad que ocurrían en su país, y eso incluía noticias acerca de los multimillonarios con proyección internacional. Por ello, era obvio que la mujer conocía un par de cosas acerca de la familia de Artemis; por ejemplo, sabía que Rhonda engañó a su marido para meterse en su cama, con el único fin de quedar embarazada y así obtener un salvoconducto que la conduciría directamente al seno de la familia Luther.
El corazón de Bailey gimió de dolor al pensar en aquella desvergonzada que era su hermanastra. «En parte es culpa suya que la abuela falleciese. Si ella no hubiera intervenido, yo no me habría puesto de parto antes de tiempo ¡y mi hijo mayor seguiría vivo!» se dijo ella. Cuando Bailey recordó la estrecha relación que había entre Maxton y Rhonda, su corazón se cubrió de hielo y se sacudió el desesperado agarre del niño con brusquedad.
—Si tienes madre o no, es problema tuyo, no mío —respondió ella en tono gélido.
Sin embargo, en cuanto escuchó sus crueles palabras, el pequeño entró en pánico: saltó de la cama y se aferró a la pierna de Bailey mientras sollozaba en tono lastimero. La mujer entonces levantó la cabeza y miró de frente a Artemis, que contemplaba la escena en silencio.
—Señor Luther, ¿acaso le divierte ver cómo su hijo llama «mami» a otra mujer? ¿No teme que su esposa pueda enfadarse por esto?
Sin embargo, antes de que Artemis pudiese responder, la puerta del cuarto se abrió de nuevo y una mujer delgada entró a toda velocidad.
—¡Max, mi niño! ¿Estás bien? ¿Qué haces tirado en el suelo? ¡Levántate, estás enfermo! —exclamó, y empujó sin miramientos a Bailey para acercarse al pequeño.
Ella ni siquiera tuvo que girarse para ver quién era la mujer que había irrumpido en el cuarto. «El mundo es un pañuelo. Debí haber supuesto que me la terminaría encontrando; al fin y al cabo, el chico es su hijo» se dijo Bailey, de modo que quedó muy sorprendida por lo que ocurrió a continuación. El niño se levantó del suelo y le dio un cabezazo en el vientre a Rhonda con todas sus fuerzas, lo que la proyectó dos o tres metros hacia la pared.
—¡Vete! ¡No quiero verte! —espetó el niño a gritos.
—¡Max, pero si soy tu madre! ¿Qué mosca te ha…? ¡Aghh! —La frase de Rhonda se convirtió en un agudo chillido de dolor cuando el chico la mordió en un brazo; hizo una presa tan fuerte con los dientes, que la sangre comenzó a brotar de la herida, y Rhonda frunció el ceño con los ojos llenos de odio. «¡Imbécil! ¡Te haré pagar por lo que hiciste y por ser un niñato desagradecido!» pensó la mujer mientras se sujetaba el brazo herido.