Con rostro adusto y los ojos encendidos por la rabia, Clarence era la viva imagen de la furia. Aunque no estaba seguro de los detalles exactos, su evaluación previa de la situación que se desarrollaba ante él era suficiente para darle una pista sobre lo que había ocurrido. «Estoy bastante seguro de que esa estúpida mujer ha intentado tenderle una trampa a Bailey, sólo para fracasar de manera rotunda en su infame empeño. No sólo eso, sino que también ha terminado arrastrando a nuestra propia hija» se dijo Clarence con rabia.
Pese a esa certeza, no era conveniente que denunciara a la mujer en ese preciso momento pues, tal y como decía aquel viejo adaggio, «la ropa sucia no debe lavarse en público». No quería ni imaginar qué pensarían aquellos invitados que no fuesen miembros de la familia Jefferson. ¿No se desmoronaría de la noche a la mañana la imagen pública y la reputación que con tanto esfuerzo habían construido?
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