Capítulo 7 Un susto de muerte
Yanara empujó la puerta y entró.
No le agradaban los gemelos. Sin embargo, sonrió para intentar caerles bien y dijo:
—Hola, mis queridos niños. Vine a verlos.
Los gemelos, que estaban sentados en una alfombra de lana, sintieron un escalofrío al escuchar a Yanara decir eso.
Aunque Samuel había admitido por sí mismo que Yanara era su madre, era sólo que no les agradaba. De hecho, podría decirse que la odiaban.
Franco puso los ojos en blanco y una mirada descarada brilló en ellos.
—¿Puedes venir acá? —preguntó.
Yanara no tenía idea de lo que Franco tenía bajo la manga, pero se acercó de todos modos.
—Tengo algo muy importante que mostrarte —declaró.
Se esforzó por ocultar su expresión socarrona, y en su lugar puso la mirada más inocente que pudo reunir.
Al ver que Franco había bajado la guardia hacia ella, Yanara quiso aprovechar la oportunidad para acercarse a él. En un tono suave, dijo:
—Claro, déjame ver qué es.
Franco sacó su mano de la espalda, donde había una pequeña serpiente blanca como la nieve enroscada.
—Esta es mi mascota, Artemis —explicó.
Fue como si la serpiente hubiera entendido que Franco la estaba presentando. Sus ojos ámbar se fijaron en Yanara y comenzó a mover la lengua con entusiasmo.
Al verla, Yanara se llevó el susto de su vida, y retrocedió enseguida.
—¡Aléjala de mí! Deprisa. No te me acerques —gritó.
Franco acarició a Artemis unas cuantas veces, y luego se dirigió a propósito hacia Yanara.
—A Sofía y a mí nos gusta mucho esta serpiente. Si te da miedo, entonces retírate —dijo.
Sofía no pudo hablar, pero asintió de lado.
Yanara se quedó mirando a los gemelos intrigantes, y estaba tan frustrada que podría explotar. Tuvo serias ganas de abofetearlos a ambos, pero se contuvo tras considerar las consecuencias.
—¡Soy su madre! Se están pasando de la raya —les advirtió. Entonces, salió de su habitación en un ataque de rabia.
Franco tenía una expresión de exasperación en su rostro.
—Es una inútil, de verdad. No puedo creer que se haya asustado tanto sólo por Artemis. Papi debe haber estado ciego para encariñarse con alguien como ella.
Sofía asintió con la cabeza mientras volvía a pensar en la mujer con la que se había topado en el aeropuerto.
De verdad deseaba que esa mujer fuera su madre en lugar de Yanara.
Mientras tanto, el reloj marcaba las once de la noche. Samuel acababa de llegar a casa y Tristán le informó de que Yanara había visitado a Franco y Sofía.
—¿Cuánto tiempo se quedó esta vez? —preguntó Samuel.
—Un poco más de lo habitual. Unos quince minutos, creo —respondió Tristán.
—Ya veo. Ya puedes retirarte Tristán.
Samuel se desabrochó la camisa y se la quitó, revelando su mandíbula y clavícula perfectas.
Seis años atrás, había sido drogado. Justo cuando sentía que estaba a punto de arder por el calor que asolaba su cuerpo, había acudido a Yanara en busca de un antídoto. De manera inesperada, acabó con Franco y Sofía.
En aquel entonces, se había quedado prendado de aquel cuerpo juvenil y seductor. No importaba que ella gimiera y suplicara, él seguía dominándola. Sin embargo, en los últimos cinco años, no había sentido nada por Yanara a pesar de ser la misma persona.
Sólo pensaba en ella como la madre de sus hijos.
En realidad, Samuel no se preocupaba por ella en este momento, ya que estaba más preocupado por Natalia, que le había dado la espalda esa mañana. Mientras pensaba en ello, llamó a Benito.
—¿Cómo está Natalia, Benito? —preguntó.
—Todavía no ha salido del trabajo. Al parecer, está examinando un cadáver desmembrado. Parece que tiene una gran carga de trabajo —informó.
Samuel miró el reloj que colgaba de la pared. Con una mirada misteriosa, dijo:
—Envíale algo de cenar en mi nombre.
Sus palabras dejaron a Benito boquiabierto.
—Señor, es una persona malagradecida. ¿Por qué...?
Samuel lo interrumpió con toda frialdad:
—¿Desde cuándo tienes derecho a sermonearme?
—No quise decir eso. Mis disculpas —se apresuró a responder Benito.
Samuel colgó y Benito procedió a preparar la cena para Natalia.
Se levantó y se puso delante de la ventana del suelo al techo para echar un vistazo a las rosas blancas que florecían en el patio.
No le importaba lo difícil que fuera tratar con Natalia ni el precio que tuviera que pagar. Lo único que le importaba era convencerla de que ayudara a tratar la afasia de Sofía.
No quería que su preciosa hija estuviera toda su vida sin hablar. Al menos, quería oírla decirle «Papi».