Capítulo 14 Son sus hijas
Al ver a Isabel, una sonrisa escalofriante se dibujó en el rostro de Abel. El hombre la empujó y sin perder el tiempo, caminó directo hacia su casa. La mujer volvió en sí al instante y mientras se tambaleaba para recomponerse observó cómo el tipo que hace un momento estaba parado frente a ella, ahora estaba metido en su sala.
—Señor Cruz, ¡esta es mi casa! Está invadiendo propiedad privada. Por favor, ¡salga ahora mismo!
Isabel sintió que su corazón estaba por salirse de su pecho, la idea de que el hombre viera a los tres niños la aterrorizaba. Sin embargo, él hizo caso omiso a sus palabras y esbozó una sonrisa despectiva.
—¿Invasión de propiedad privada? Eso no es nada comparado con tus acciones degradantes.
«¿Acciones degradantes?», pensó mientras su corazón latía con fuerza. «Si logró descubrir mi dirección, eso significa que descubrió algo, ¿acaso sabe que soy la doctora Cabrera?»
—¿No te sientes un poco culpable? —inquirió fulminándola con la mirada.
Luego de escucharlo, la mujer apretó los puños presa del pánico. En definitiva, sus opciones no incluían ni confrontarlo ni irse en contra del par de guardaespaldas que lo acompañaban.
—Señor Cruz, los padres siempre velaremos por nuestros hijos. Todo lo que hice fue para darle a Edgar… ¡El tratamiento que necesita!
—¡Cállate! No tienes derecho a mencionar el nombre de mi hijo, ¡con qué cara te atreves a hablar de papás que se preocupan por sus hijos! —gritó enfurecido al escuchar el nombre del niño.
—Mami, ¿quiénes son estos tipos? —preguntó Maya al mismo tiempo que salía de su habitación y miraba curiosa a los desconocidos—. Guau, se parece a Juan —murmuró en el segundo en el que sus ojos se posaron en la cara de Abel.
«La niña regordeta la acaba de llamar mami, ¿será su hija?», pensó el hombre mientras la observaba con el ceño fruncido.
—Mami, ¿qué está pasando? —intervino Maya que también salió corriendo del dormitorio.
Al ver la cara del desconocido, los latidos de su corazón se aceleraron. «¿Será nuestro papá? Si lo fuera, nunca preguntó por nosotros durante todos estos años e incluso atacó a mamá la última vez que la vio. Y ahora, ¿está invadiendo nuestro hogar? ¡Qué indignante!»
—¿Qué estás haciendo? —lo cuestionó y se apresuró a pararse frente a su madre.
La escena hizo que las pupilas de Abel se dilataran un poco. «Esta tipa sí que tiene suerte, ha dado a luz a dos niñas idénticas a ella. Mientras que Edgar siempre anheló tener una madre y nunca llegó a experimentar el amor maternal, esta mujer sin corazón se olvidó de su existencia por completo y pronto tuvo más hijos», el pensamiento hizo que sus ojos brillaran por la ira.
—¿Las dos son tus hijas?
—Sí, señor Cruz. Si tiene algo en mi contra, arrégleselas conmigo y no les haga daño, ¡son solo unas niñas!
—Mami, ¡no le tengo miedo! —exclamó Nina a la par que le dirigía una mirada furiosa al hombre, como si le debiera muchísimo dinero.
Abel soltó una risita, pues para él, Nina era solamente una niña malcriada a la que habían formado de la peor manera. Solo una mujer como Isabel podría educar a alguien así.
Por su parte, la madre estaba más que desesperada. Tanto Nina como Maya eran un poco más bajas que Juan y no se parecían en nada a sus hermanos, por lo que era normal que Abel no se diera cuenta de que eran sus hijas. Sin embargo, con Juan sucedía todo lo contrario, pues no solo se parecía a Edgar y Abel, sino que su estatura era similar a la de su hermano. «Si mi hijo aparece y su papá lo ve, se lo llevará de mi lado».
—Hace unos minutos, tuviste el valor de amenazarme, ¿no? ¿Por qué ahora te haces la tonta?