Capítulo 6 El real y el falso Edgar
La palabra preocupación estaba grabada en el rostro de Abel.
—De acuerdo, ¡estaré ahí enseguida! —dijo un segundo antes de cortar.
La personalidad del hombre emitió una vibra fría que causó el descenso repentino de la temperatura en la habitación y su aspecto provocó que a Isabel le dieran escalofríos y que se quede inmóvil.
—Cambio de planes. El dejarte morir en un accidente automovilístico es un castigo muy leve. Primero debes expiar tus pecados.
«¿Expiar mis pecados? Qué... ¿qué está planeando?», se preguntó al tiempo que se perdió tanto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el hombre había abierto la puerta y había dado una orden a los guardaespaldas que se encontraban afuera de la habitación.
—Vigílenla. En ninguna circunstancia tiene permitido salir, y por supuesto no sin mi autorización.
Solo luego de escucharlo, la mujer volvió en sí. «¡Ese hombre me tiene prisionera aquí! ¡Pero mis tres pequeños aún me están esperando en aquella tienda!»
—¡Oye!
Antes de que Abel cruzara la puerta, Isabel saltó de la cama y fue tras él. Sin embargo, debido a que estaba un paso atrás, la puerta se cerró de golpe en su cara.
Un vehículo Rolls-Royce plateado ingresó despacio a la villa Las Palmas, donde dos filas de sirvientas ya se encontraban alineadas de manera respetuosa en ambos lados del porche.
—¡Señor Cruz! —saludaron al mismo tiempo.
Abel bajó cerrando con fuerza la puerta del auto, agarró dos cajas llenas de tartas de queso y se apresuró al piso de arriba con un semblante preocupado.
—¿Cómo está Edgar? —preguntó con una voz fría.
Su mayordomo, Augusto, que caminaba junto a él le respondió con una voz un poco temblorosa:
—Acaba de volver a vomitar sangre...
—¿Ya tomó su medicina?
—Edgar la derramó de nuevo —replicó luego de soltar un suspiro.
Al escuchar su respuesta, Abel hizo una breve pausa y frunció el ceño.
—Muy bien.
Una vez que llegaron, el hombre notó que la puerta de la habitación de su hijo tenía el seguro por dentro y, a pesar de que intentó girar la perilla de la ésta con mucho cuidado, no logró abrirla.
—¡No quiero beberla!
La protesta del pequeño vino desde el interior de la habitación.
—Edgar, abre la puerta. ¡Es papá! —dijo Abel con un tono áspero para convencerlo.
La orden en su voz correspondía a la postura inquebrantable de su padre. Además, hizo que todo el ruido que provenía de adentro se detenga en ese momento. Poco después, sonó un clac y la puerta se abrió. Del otro lado de la puerta, un muchachito guapo que parecía un muñeco de alta calidad se encontraba de pie. El pequeño tenía la tez pálida al tiempo que miraba a Abel con los ojos rojos y un puchero en los labios.
—Papá, no quiero tomar esa medicina.
—Edgar, pórtate bien. Estás enfermo, así que necesitas beberla para ponerte mejor.
Enseguida, el hombre se inclinó para acariciarle la cabeza. Abel Cruz era muy conocido por ser una persona fría y despiadada, por ello dichos inusuales gestos de paciencia y cariño solo se daban al estar su hijo involucrado.
—¡Dije que no quiero beberlo! ¡Y no estoy enfermo!
El pequeño parecía angustiado por alguna razón y de pronto empujó la mano de su padre con una mirada rebelde en su rostro, lucía como un cachorro de león enfurecido.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —preguntó el hombre lleno de furia.
Los ojos grandes y redondos del niño se volvieron a poner rojos y sus labios empezaron a temblar.
—Quiero a mi mami.
«¿Mami?», pensó el hombre al tiempo que recordaba a aquella mujer que trató de hacerse la tonta en su cara. Hace cinco años, fingió su muerte y dejó sin piedad a su bebé con la familia Cruz; pero, en realidad, ¡había estado disfrutando de la vida todo ese tiempo! Mientras que Ed ha estado enfermo desde que era una criatura, ¡siempre sufriendo la falta de amor de una madre! «¡Maldita sea, Isabel, no mereces ser mamá en absoluto!», dijo para sí. A continuación respiró hondo y, pronunciando palabra por palabra, dijo:
—Edgar, lo diré una vez más, así que presta atención. Tu madre falleció y solo me tienes a mí. ¡Tu padre!
—¡No quiero escucharte! ¡Estás mintiendo! ¡Mentiroso! —exclamó el niño cubriéndose las orejas con ambas manos y con el rostro contorsionado por la ira.
Su hijo aventó tan fuerte la puerta que se escuchó un ¡pum! y de inmediato le volvió a colocar el seguro.
—Señor Cruz, después de todo, Edgar es solo un niño... —comentó el mayordomo con algo de temor.
—¡Más tarde, quítale sus legos y su iPad! ¡Es hora de que piense en las consecuencias de sus acciones! —ordenó con una mirada sombría y, a pesar de que se dispuso a alejarse, luego de dar dos pasos, se detuvo y agregó—: Además, ¡diles a los de la cocina que sigan hirviendo las hierbas medicinales!
En la entrada de La Pasión.
Los profundos ojos negros de Juan observaron la barra iluminada y bajó la mirada hacia el rastreador de su muñeca. «Sí, mamá está aquí».
Los tres pequeños habían esperado a su madre en la tienda por demasiado tiempo, pero ella no volvió. Preocupado de que algo malo le hubiera pasado, le dijo a Nina que se lleve a Maya a la casa primero mientras que él iba a buscar a su madre.
Era la primera vez que Juan llegaba a un lugar como ese. Ni bien ingresó al bar, vio a varios hombres y mujeres moviéndose de manera exagerada al ritmo de la música en la pista de baile, era un caos de cuerpos enredados. El alto volumen ensordecedor de la música y el entorno caótico hicieron que le doliera la cabeza. El niño no se quedó mucho tiempo ahí y corrió directo hacia las habitaciones privadas en la parte trasera del lugar porque, según el localizador, su madre se encontraba en aquel sitio.
Sin embargo, al llegar, el pequeño se quedó perplejo al encontrarse con tantas habitaciones que parecían ser iguales. «Hay demasiados cuartos aquí, ¿cómo podré encontrar a mami?», se preguntó al tiempo que se perdía en sus pensamientos y fruncía el ceño. De pronto, escuchó una voz detrás de él.
—¿Edgar? ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
Juan se dio la vuelta y levantó la cabeza para mirar al imponente hombre de negro con la mirada dudosa.