Capítulo 4 Cabrera, la doctora milagrosa
Juan interrumpió a Abel justo en el momento en el que habló.
—Quiero ir al baño. Ya no aguanto más, necesito orinar.
De manera adorable, el pequeño tiró de la manga de Isabel y, a pesar de no tener idea de lo que estaba pasando, podía sentir la ansiedad de su madre. «Sí mami le tiene miedo a ese hombre, la ayudaré a alejarse lo más posible de él», dijo Juan para sí.
Por su parte, Isabel nunca se imaginó que su hijo sería tan ingenioso. La mujer se quedó sorprendida por un instante, pero de inmediato volvió en sí y dijo:
—Está bien, mami te llevará al baño.
Dicho esto, agarró a su hijo, lo arrastró y huyó como si su vida dependiera de ello.
«¿Eh? ¿Qué sucede?», pensaron Nina y Maya al intercambiar miradas antes de correr tras ellos. Abel intentó seguirlos, pero aquella señorita Rosa lo llamó.
—Abel, olvídalo. La manzana no cae muy lejos del árbol y, con solo ver lo ignorante que es el niño, apuesto que su madre también lo es, así que no es necesario tratar de razonar con ese tipo de gente.
El hombre volteó a ver a Rosa y recordó lo que Nina había dicho. A continuación, dejó salir una risa vacía y, en su rostro, esbozó una sonrisa sarcástica.
—Bueno, no creo que el niño sea irracional. Además, la inculta no tiene porqué ser ella.
Luego de soltar su comentario, alzó un pie y empezó a caminar.
—¿Abel? ¿Qué quieres decir con eso? No puedes creer las palabras de una chiquilla antes que las mías, ¿verdad? ¡Los dos crecimos juntos, así que casi somos familia!
«¿Familia?», pensó el hombre. Aunque la familia Morales era cercana a los Cruz, Abel no sentía algún tipo de afecto por la hija mayor de los Morales. Si no fuera porque necesitaba de manera urgente la valiosa información que ellos tenían sobre una persona en particular, nunca habría aceptado recogerla del aeropuerto. Teniendo eso en mente, hizo oídos sordos a lo que Rosa dijo detrás de él al momento de abrir la puerta del vehículo para subirse.
La mujer lo imitó y se subió al auto mientras decía en voz baja:
—Abel, esa mujer tenía varias capas de ropa. Tengo la sensación de que debe estar escondiendo algo, o quizás... ¡es una fugitiva!
—¡Conduce! —ordenó.
Enseguida, el hombre cerró los ojos para relajarse e imaginar que la mujer no estaba ahí. Por otro lado, Rosa se había quedado sin palabras al ver lo poco receptivo que era. Entonces, se calló con cólera y cambió el tema a uno que sabía que a él le importaba más.
—La enfermedad de Ed...
—Siempre que podamos encontrar al médico milagroso, la doctora Cabrera, él se recuperará —respondió en voz baja luego de un largo rato.
La Dra. Cabrera era muy conocida en todo el mundo. Hace unos años, con solo unas pocas agujas de acupuntura, aquella doctora había salvado a la Reina del país S de su terrible enfermedad terminal. Desde ese momento, saltó a la fama mundial. Además, se rumoreaba que tenía habilidades médicas legendarias y que ya había logrado alcanzar un nivel divino.
En los ojos de Rosa, había un toque de presunción porque solo su padre tenía información sobre aquella profesional milagrosa, la cual podría servir como una pieza de negociación para hacer que Abel acepte lo que ella quiera. Quizás podría formar parte de los Cruz antes de lo que esperaba, haciendo uso de dicha pieza para persuadirlo a casarse con ella. Esa también fue la razón por la que su padre, Antonio, la convenció de regresar al país.
—No te preocupes, Abel. Mi padre sí te ayudará a encontrar a ese médico.
—Más le vale —respondió con una mirada siniestra.
«La enfermedad de Ed debe recibir tratamiento», dijo para sí.
En la residencia Morales.
Abel, vestido con un costoso traje negro hecho a su medida, se encontraba descansando en el sofá de cuero con forma semicircular al tiempo que tamborileaba con los dedos en el reposabrazos.
El señor Antonio era, sin duda alguna, el líder de la familia Morales, pero el sentarse al lado de Abel lo hizo sudar frío.
—Señor Morales, ya hice lo que usted me pidió. ¿Cuándo planea brindarme la información que tiene sobre Cabrera?
El hombre era un viejo y astuto zorro. Usando la información que tenía de la doctora Cabrera, creó una pequeña oportunidad para que su hija estuviera con Abel. Sin embargo, si le revelaba lo que sabía de manera tan fácil, perdería la posibilidad de casarla con un miembro de la familia Cruz. Con eso en mente, luego de tomar con calma un sorbo de su té, dijo:
—Bueno, sobre ese asunto. Hay que esperar un poco, ¿te parece? Acabo de recibir noticias de que la doctora milagrosa ha regresado al país antes de lo esperado. Ya he pedido a alguien que me averigüe su agenda.
Ni bien terminó de hablar, Abel le lanzó una mirada escalofriante al tiempo que sus nudillos tronaron al cerrarse en puños. «¿Este viejo me estuvo mintiendo en el momento en que me dijo que sabía su paradero?»
Antes de que Anthony pudiese reaccionar, el hombre ya se había levantado del sofá dirigiéndose a toda prisa hacia la puerta principal.
—Abel, ¿adónde vas? —preguntó Rosa mientras se apresuraba a ir tras él.
—Encontraré a la doctora por mi cuenta, por eso ten la seguridad de que a partir de ahora no les causaré alguna molestia a los Morales. «¡Cómo se atreven a jugar conmigo!»
En la tienda de postres Heladería Cuento de Hadas.
De tanto contemplar los postres delante de ella con los ojos muy abiertos, a Maya se le caía la saliva.
—Mami, ¿ahora sí puedo comer?
—¡Claro! —respondió Isabel, quien podía reconocer muy bien el entusiasmo de su hija con solo ver su mirada.
Tan pronto como obtuvo el permiso de su madre, la pequeña cogió de inmediato un pedazo de pastel de chocolate y empezó a devorarlo.
—Maya, no te desesperes. No te lo termines todo de una vez. El personal le traerá a Mami un caja para llevar y ahí guardaremos el resto del pastel para más tarde, ¿está bien?
Luego de que la niña asintió obediente, Isabel tomó los pedazos sobrantes y se dirigió al mostrador.
—Dos pedazos de tarta de queso para llevar, como de costumbre.
En ese momento, escuchó una voz masculina y fría que vino de atrás. «¿Por qué la voz de esa persona se parece tanto a la de ese hombre?», se preguntó. Entonces, le dio curiosidad y volteó a ver quién estaba detrás de ella. Oh sorpresa, cruzó miradas con Abel. Parecía que el tiempo se había detenido justo en ese instante y, de pronto, la expresión de la mujer cambió de forma drástica mientras que su corazón empezó a latir muy fuerte. «¿Este día podría ser peor? Creí que justo había evitado una inmensa catástrofe, pero entonces ¿por qué me lo vuelvo a encontrar?»
Enseguida, se dio la vuelta y agarró la caja con las tartas mientras hacía su mejor esfuerzo para mantener la compostura al alejarse del mostrador. «¿Abel me reconoció? ¡De seguro que me vio! Si en verdad me reconoció... No, ¡por ahora no volveré con mis tres pequeños y así evitaré exponer sus identidades, solo por seguridad!», dijo para sus adentros al tiempo que se dirigió hacia otra mesa que de casualidad se encontraba vacía. Guardó los pasteles y se apresuró a salir de la tienda con la cabeza agachada. ¡Pum! De la nada, se topó con un pecho duro como una roca. La mujer se frotó la cabeza y levantó la vista, encontrándose con el hermoso rostro de Abel, hombre tan bello que hasta podría hacer llorar al cielo.
—¿Aún estás tratando de escapar?