Capítulo 5 ¿Ahora recuerdas?
Su escalofriante voz sonaba como si viniera de las mismas profundidades del infierno. Aterrorizada pasó por su costado y pensó: «Él no puede estar aquí, si los niños me buscan…» Con eso en la mente, corrió hacia la salida.
La reacción de la mujer hizo que la mirada de Abel se oscurezca y de inmediato fue tras ella. «¿Por qué está corriendo? ¡Entonces, sí es ella!»
Por su parte, Isabel jadeaba mientras escapaba y, al mirar por encima de su hombro, no pudo evitar soltar unas palabrotas para sí: «¿Por qué no puedo perderlo? ¡Ay! ¿Siquiera es humano? ¿Cómo es que es tan rápido?» Durante los últimos años que vivió en el extranjero, solo tuvo la oportunidad de adquirir conocimientos relacionados con la medicina. Nadie le enseñó a escapar de una situación peligrosa. Si alguien lo hubiera hecho, ¡ahora no estaría corriendo por su vida!
—¡Ahhh!
De pronto, la empujaron al suelo.
—¡En verdad eres tú! —exclamó Abel encima de ella con su voz infernal.
A Isabel le costó respirar por el dolor y, al alzar la mirada, se encontró con la fría expresión del hombre. Estaba un poco aturdida, pero aun así se le ocurrió una idea: «¡Ya sé, fingiré no saber nada!» A continuación, cambió su semblante a uno confundido y le preguntó:
—¿Quién…? ¿Quién eres?
—¡Supongo que ahora tendré que refrescarte un poco la memoria! —resopló luego de que su pregunta lo haya irritado un poco.
Ni bien terminó de hablar, la levantó del suelo y la arrastró con él sin piedad.
—¡A-ayuda! ¡Me está secuestrando! ¡Es acoso sexual! Alguien ayúdeme…
Los gritos de Isabel se detuvieron luego de recibir un golpe de karate en la parte posterior del cuello. Su visión se nubló y se desplomó un segundo después.
Media hora más tarde.
—¡Ahhh!
Le echaron un cubo de agua helada encima que terminó despertándola de un salto y con un aspecto de gato mojado. Luego de abrir los ojos y limpiarse la cara con desesperación, encontró al hombre mirándola con una expresión aterradora en el rostro. «¿Dónde estoy?», se preguntó mientras sus ojos hicieron un rápido recorrido de la habitación y los recuerdos empezaron a inundar su mente en furiosos torrentes. «Todo se acabó, ¡de verdad caí en las manos de Abel Cruz!»
—¿Ahora sí recuerdas quién soy? —preguntó el hombre, pero ella se quedó de una sola pieza y solo sacudió la cabeza fingiendo que no entendía nada. Por ello, le hizo otra pregunta—: ¿Te parece familiar este lugar?
Al escucharlo, su corazón se detuvo. ¡Era la habitación en la que ella había asumido que era un gigoló cinco años atrás!
—¿No? Entonces, ¡supongo que tendré que hacerte recordar!
Ni bien terminó de hablar, Abel recogió a Isabel del suelo y la arrojó a la cama. Aquella acción en particular era muy parecida a la que ella hizo en ese entonces, empujarlo de forma brusca al mismo lugar. Imitando los movimientos de Isabel, se subió a su cuerpo y le acarició la mejilla.
—Si todavía no recuerdas, entonces voy a...
Su corazón casi abandona su pecho y sus mejillas se sonrojaron.
—¡No! ¡Sí, sí, sí ahora recuerdo! ¡Eres el señor Cruz!
Luego de escuchar su respuesta, Abel soltó una risa malvada antes de bajarse de ella. Enseguida, se quitó el abrigo y lo arrojó a un lado con una mirada de asco.
—Bien. Ya que te acordaste de todo, ¿alguna última palabra?
—¿Qué? —«¿Por qué me quiere matar? Qué tipo tan cruel»—. ¡Lo que sucedió hace cinco años fue un accidente! Señor Cruz, usted es el presidente del Grupo Cruz. No puede arrebatarle la vida a una persona solo por un error, ¡arruinará su reputación!
—No te preocupes, ¡nadie se atreverá a comentar una sola palabra al respecto sin mi consentimiento!
—Pero no puede…
—Ni siquiera deberías estar viva —interrumpió—. Falleciste en un accidente automovilístico hace mucho tiempo, ¿recuerdas? De hecho, ¡te estaría haciendo un favor!
Isabel se quedó de una sola pieza y lo que quería decirle se le quedó en la punta de la lengua, por lo que permaneció en silencio durante un largo rato.
El hombre la observó con un brillo malvado en los ojos y pensó: «Qué mujer tan cruel. Estuvo dispuesta a abandonar a su bebé para poder fingir su muerte. ¡Alguien como ella no merece ser madre!». Al recordar todas las veces que Edgar lloró por su mamá, el amargo resentimiento que sentía hacia ella se intensificó.
La mujer notó cómo la mirada del hombre se tornaba más fría por cada segundo que pasaba, lo cual la hizo sentir que la suerte no estaba de su lado y que su vida pendía de un hilo. Es más, casi podía sentir las llamas del infierno lamiendo su piel. «¡Regresé a salvar una vida, no a perder la mía! Si muero, ¿qué pasará con mis niños?»
—¡Pasaste a mejor vida en un accidente! Considéralo como un deseo hecho realidad.
Todo el color desapareció del rostro de Isabel. Estaba a punto de rogarle piedad en el momento en que justo sonó el celular de Abel. El hombre le echó un vistazo a la notificación y en el acto respondió a la llamada.
—Señor Cruz, debe volver pronto. La condición de Edgar está empeorando.