Capítulo 7 Que pague el precio
«¿Edgar? ¿Me está hablando a mí?», se preguntó el pequeño.
Al no tener una respuesta, el hombre se inclinó con mucho respeto y le dijo:
—Edgar, ¿viniste a buscar al señor Cruz? En ese caso, acaba de irse.
«El señor Cruz... Suena como alguien importante», reconoció Juan en su mente. Entonces, el pequeño tuvo una idea: «Ya que no sé cómo encontrar a mami, quizás podría...» Enseguida, se aclaró la garganta y asumió la majestuosa postura de un líder.
—¡El señor Cruz me envió!
«¿El señor Cruz? Mmm… Qué manera tan formal de referirse a su padre, pero educado como siempre. Supongo que eso es lo que se espera del principito de los Cruz», pensó el hombre. Sin embargo, se mantuvo cauteloso y le preguntó:
—Edgar, ¿el señor Cruz, quiero decir, tu padre te dio alguna orden antes de enviarte aquí?
Juan se quedó encantado en secreto luego de escucharlo, pero no lo demostró en el exterior. Lo único que hizo fue asentir con la cabeza al tiempo que se adaptaba rápido a la situación.
—Ah, sí. Papá me envió por una mujer.
Los ojos del hombre se abrieron como platos al unir las piezas.
—¿Una mujer? ¿Será la que el señor dijo que no dejemos salir bajo ninguna circunstancia?
Ni bien escuchó eso, su mirada se oscureció. «Con razón mami desapareció por tanto tiempo, ha estado retenida en este lugar por ese viejo pervertido, ¡el señor Cruz!», pensó al tiempo que sus pequeñas manos se cerraban en puños en cada lado.
—Sí, la misma. Llévame con ella.
—Está bien. ¡Edgar, acompáñame!
Poco después, lo llevaron a la puerta de la habitación donde se encontraba Isabel como prisionera.
—¡Abran la puerta! —exclamó e hizo un gesto con la mano.
Varios de los guardaespaldas que estaban de servicio se miraron entre ellos y al instante dudaron.
—Edgar, el señor Cruz nos ordenó que no dejáramos ir a esta mujer...
—¡Mi papá en persona me dijo que me la lleve! ¿Se atreven a ir en contra de sus instrucciones?
—Bueno...
Los hombres no solo se vieron atrapados en un dilema, sino que también les pareció un poco extraño. ¿Por qué el jefe permitiría que su hijo venga solo y se lleve a esa mujer? Sin mencionar que Edgar siempre había sido reacio a la hora de hablar. El pequeño pronuncia menos de diez palabras en un día bueno, pero hoy, ¡su comportamiento era del todo contrario a lo usual!
Para no tomar algún riesgo, uno de los guardaespaldas sugirió:
—Edgar, creo que primero deberíamos llamar al señor Cruz. Quizás sería mejor si alguien te acompaña en el momento en que le lleves esta mujer de regreso.
Luego de escucharlo, Juan entró en pánico de inmediato. «Si hacen esa llamada, me descubrirán y entonces, ¿cómo salvaré a mamá?»
—Mi padre necesita verla de manera urgente. Si este asunto se retrasa, le diré que desobedecieron una orden directa de él y me complicaron las cosas a propósito. ¡Llegado ese momento, todos ustedes estarán en serios líos!
«¿Complicarle las cosas a propósito? Mmm…». Todos eran conscientes de que Edgar era el adorado príncipe de los Cruz, por lo que nunca se atreverían a causarle problemas, ¡incluso si tuvieran unas nueve vidas! Si el niño se llegaba a quejar con su padre de los guardaespaldas, tomando en cuenta la racha sobreprotectora de este último, ellos temían imaginar qué castigo cruel tendrían que soportar. Con eso en mente, consideraron sus pocas opciones y al final decidieron obedecerle a “Edgar”.
La puerta se abrió de golpe y sobresaltó a Isabel, quien estaba dando vueltas por la habitación rompiéndose la cabeza pensando en alguna manera de escapar. Al ver a Juan parado justo al otro lado de la puerta, la confusión se apoderó de su rostro. Por su parte, al pequeño le dio miedo de que la expresión de su madre lo delate, así que de inmediato le dijo:
—¡Oye! ¡Mi papá quiere verte! ¡Ven conmigo! —exclamó mientras le lanzó un cauteloso guiño.
Al principio, lo que dijo Juan la dejó sin palabras; pero, luego de ver su gesto significativo, Isabel lo entendió: «Juan está aquí para... ¿salvarme?»
Ni bien el pequeño se dio cuenta de que su mamá estaba empapada, frunció el ceño. «No solo encerró a mi mami, ¡incluso le tiró agua! Señor Cruz, ¡me aseguraré de que lo pague! Después de que salgamos de aquí, ¡se lo devolveré!»
—¡Deja de perder el tiempo y sígueme! —insistió Juan antes de darse la vuelta e irse.
De inmediato, Isabel salió corriendo tras él.
En la Villa Las Palmas.
—Señor Cruz, luego de tomar su medicina, Edgar se quedó dormido y mientras soñaba siguió murmurando que quería a su mamá… —informó Augusto con un triste suspiro.
Abel se encontraba parado junto a la ventana con una expresión tan fría como el hielo. «Quiere a su mamá... ¡Esa mujer! ¿Quién diablos se cree que es? ¡Quién le dio el derecho de hacerle eso a Edgar!», dijo para sí mientras apretaba sus puños y brillaba un destello de rencor en sus ojos. De pronto, se dio la vuelta, cogió su abrigo y se dirigió hacia la salida.
—Señor Cruz, ¿a dónde va?
«¿A dónde voy? ¡Iré a preguntarle a esa mujer cómo puede vivir de manera tan desvergonzada y haré que me las pague!», pensó y, sin dar alguna respuesta, se subió a su auto Rolls-Royce y aceleró con dirección al club La Pasión.
En aquel momento, el celular sonó y él atendió la llamada. Enseguida, frunció un poco el ceño antes de dar la vuelta en U, ahora con rumbo a la compañía. Hubo una crisis urgente en la empresa, por lo que tuvo que convocar una reunión de emergencia, la cual duró tres horas. Finalizada la junta, Abel regresó exhausto a su oficina, se sentó y se recostó en la silla. Tenía todo el cuerpo muerto de cansancio al tiempo que masajeaba su frente.
Ni bien pensó en aquella mujer, que aún estaba encerrada en la habitación, de inmediato hizo una llamada.
—¿Cómo está?
—¿La mujer? Pero señor Cruz, ¿Edgar no se la llevó?