Capítulo 12 Síguela
—¡Te dije que tu mamá está muerta! ¡No vuelvas a mencionarla nunca más!
El frío regaño de Abel hizo que la mujer se paralice por un momento. «¿Muerta...? ¿De verdad le dijo a Edgar que me morí?». De inmediato, su mirada se llenó de furia.
—¡No! Estás mintiendo, ¡mi mami no está muerta! —respondió el pequeño mientras continuaba con su rabieta.
Debido a que había mencionado a esa mujer, el aspecto del hombre se volvió aterrador como el de un león al que habían enfurecido.
—¡Si yo digo que está muerta, lo está! Edgar, será mejor que empieces a comportarte o…
—¿Cómo se te ocurre hablarle a un niño así? —interrumpió Isabel—. ¡Yo diría que está en esa condición porque no lo cuidaste bien! ¿Qué clase de padre eres? —gritó algo nerviosa la mujer.
En aquel momento brotaron sus instintos maternales con intención de proteger al pequeño. Sus palabras habían resonado en los oídos del hombre, quien se había quedado sorprendido de que lo interrumpieran y, peor aún, que lo regañen. Al darse cuenta de que había perdido la paciencia, Isabel bajó la cabeza y trató de recomponerse.
—Lo que quise decir es que su hijo aún es muy pequeño, por ello usted debe hablarle con cariño.
—Tu voz... —dijo el hombre mirándola con desconfianza.
—Me puse muy sentimental. Las personas tienden a sonar diferentes cuando las emociones las dominan. —Mientras le explicaba, notó que Abel la miraba con curiosidad y enseguida sintió una presión en el pecho—. Señor Cruz, no olvide que aceptó mis términos. Aquí, la doctora y la encargada de todo el tratamiento, soy yo. Por eso, le pido que por favor se retire, y no interfiera con mi trabajo.
Abel observó con mucha atención a la doctora milagrosa y, a pesar de desconfiar de ella, no pudo descifrar nada. Mientras que, al ver que el hombre no se movía, Isabel insistió de nuevo:
—Por favor, ponga de su parte.
Solo luego de mirar a su hijo que se encontraba acostado en la cama, se retiró con una mirada fría. Entonces, la mujer consoló al pequeño que estaba llorando:
—Edgar, eres un muchachito muy valiente, así que no llores.
El niño la miró triste y limpió las lágrimas de sus mejillas. Él nunca lloraba, salvo en los momentos en que pensaba en su madre. Luego de mucha persuasión, el pequeño al fin accedió a dejarla realizar la acupuntura.
—¿Te duele?
Ni bien Edgar sacudió la cabeza en señal de negación, los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas. La mujer pensó: «¿Cómo no podría dolerle? Hasta hace poco era un mar de llanto, pero ahora está haciéndose el fuerte.»
—Ed, ¡eres increíble!
—No necesito que me lo digas.
Al escuchar la respuesta del niño, Isabel le acarició la cabeza.
Edgar odiaba que lo tocaran; pero, por alguna razón, no quería enojarse con Isabel por hacerlo.
—Ed, de ahora en adelante, tendrás que comer a tus horas, nada picante, y también…
—Está bien, ya entendí. ¡Eres muy irritante! —interrumpió.
Ya que al pequeño no le agradó escucharla, la mujer se quedó en silencio y dijo para sí: «De todos modos, será mejor que hable directo con su padre». Entonces, salió de la habitación, recetó algunas hierbas y le dijo al mayordomo que esté más atento con la dieta del niño.
—Recordaré cada detalle, doctora Cabrera —respondió Augusto.
—Está bien, regresaré mañana.
Justo en ese momento, escuchó la voz fría de Abel que vino de atrás.
—¿Ed va a recibir acupuntura todos los días?
Isabel se quedó callada por un instante.
—Aún no le puedo decir si es necesario. Volveré a examinarlo mañana.
El hombre se quedó mirándola por un largo rato hasta que al fin le respondió con una palabra.
—Bien.
—Bueno, con permiso.
Incapaz de seguir soportando la mirada afilada de Abel, Isabel fingió estar calmada y se retiró con su equipo médico. Luego de verla alejarse, el aspecto del hombre se oscureció al tiempo en que ordenó a uno de sus guardaespaldas:
—Síguela.
—Sí, señor.