Capítulo 11 Mamá e hijo se encuentran
En las afueras de Villa Las Palmas
Una ansiosa Isabel se armó de valor y apretó el timbre. «El rostro que Nina diseñó es del todo diferente al anterior. Nadie lo sabrá. Exacto, así que estate tranquila. ¡Mantén la calma!», dijo para sí.
Entonces, la puerta se abrió y el mayordomo la miró. Luego de ver el equipo médico en su mano, se dio cuenta de quién se trataba.
—¿Es usted la doctora milagrosa que vino a ver a Edgar?
—Sí.
—Por favor, acompáñeme. El señor Cruz está esperándola.
Isabel observó con atención la villa mientras que seguía a Augusto. «Tal como era de esperarse de la familia Cruz, cada decoración en este lugar refleja poder y riqueza». Ni bien llegó a la sala de estar, vio el serio rostro de Abel y sintió una presión en el pecho.
—¿Es usted la doctora Cabrera? —preguntó el hombre observándola con su mirada de halcón.
La doctora parecía tener unos treinta años y tenía la piel algo bronceada. Era la clase de mujer que si la ponías junto a una multitud, no destacaba.
—Sí —respondió Isabel apretando los puños y haciendo todo lo posible para mantener la calma.
Luego de una breve pausa, Abel dijo con indiferencia:
—Puede proceder.
Al comprobar que el hombre no la reconocía, Isabel respiró aliviada.
—Doctora, por favor, sígame —dijo Augusto.
A continuación, ambos se dirigieron al dormitorio con Abel siguiéndolos por detrás. La habitación de Edgar estaba muy decorada, pero también se veía fresca y limpia.
«Parece que los Cruz lo están tratando justo como deberían», pensó aliviada. Sin embargo, le dolió el corazón al ver a su hijo de color pálido echado en la cama.
—Doctora Cabrera, él es Edgar. Por favor, examínelo.
La mujer asintió y se apresuró a la cabecera, se inclinó hacia el pequeño y le tocó la frente. Enseguida, Edgar abrió los ojos y, al ver a Isabel, frunció el ceño. Ni bien mamá e hijo se vieron, la mujer se abrumó por tantos sentimientos encontrados. No tenía palabras para describir su angustia.
—Edgar, ¿Dónde te duele?
—¿Quién eres? —preguntó mirándola con sus grandes ojos.
Todas las mujeres que venían a la villa siempre tenían la cara pintada, pero esta señorita se veía muy diferente al resto porque solo tenía puesto un maquillaje ligero. Además, tenía una ligera y rojiza marca del tamaño de una uña en su mejilla izquierda. Aunque no lucía bonita, había algo familiar de manera inusual en ella.
—Soy médico y he venido a darte un tratamiento.
La mirada de la mujer se oscureció mientras sentía con delicadeza el pulso del pequeño. A partir de sus latidos, Isabel podía deducir que su estómago y pulmones eran muy débiles para alguien de su edad.
—Doctora Cabrera, Edgar volvió a toser sangre hace poco. ¿Qué rayos está sucediendo?
—Es porque su cuerpo está débil. A menudo está relacionado con las vías digestivas y respiratorias y, en este caso, fue su estómago. Por ello, él tiene que ser muy meticuloso con su dieta. Le haré acupuntura y le proporcionaré una receta más tarde. Luego del procedimiento, recuerde que debe mantenerlo bajo constante cuidado.
—Muy bien.
Luego de escuchar la respuesta de Augusto, Edgar comenzó a portarse mal.
—¡No quiero acupuntura y no necesito que me curen porque yo estoy muy bien! ¡Sáquenla de aquí!
Abel, que había permanecido en silencio todo este tiempo, al fin habló.
—¡Edgar, compórtate!
A pesar de haberle dado una orden al niño, había un rastro de compasión en su voz. Isabel lo miró con unas agujas de plata largas y delgadas en las manos antes de dirigirse hacia el niño. En ese instante, Edgar causó otro alboroto antes de que ella lo tocara.
—¡No! ¡No estoy enfermo! ¡No quiero acupuntura!
—¡Edgar, suficiente!
Al escuchar los gritos repentinos de Abel, el pequeño rompió en llanto.
—¡Mamá! Quiero a mi mamá...
De inmediato, Isabel sintió que una mano invisible le estaba estrujando el corazón. Le dolió tanto que su expresión se volvió espantosa en un instante.
—¡Mamá! ¡mami! ¡Quiero a mi mami!
«Ed, mi querido Ed…» En ese momento, Isabel ya no podía aguantar más el llanto del pequeño, así que, con las manos temblorosas, alcanzó el brazo de su hijo.