Capítulo 10 Quiero saber de mi mamá
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —se burló Edgar antes de dirigirse a su habitación.
La reacción del pequeño lo dejó en silencio.
—Pequeño Edgar, es la compañía de tu familia. Claro que tiene algo que ver contigo…
¡Pum! El fuerte sonido de la puerta cerrándose de golpe fue la respuesta que obtuvo el hombre. «¡Tiene el mismo carácter que el señor Cruz! ¡De tal palo tal astilla!» Entonces, humillado, se paró al lado de la puerta sin tener la más mínima idea de saber qué hacer. De pronto, vio a Augusto, el mayordomo de los Cruz, y sus ojos se iluminaron.
—Señor, ¿qué le gusta a Edgar? —preguntó Jacinto ni bien se acercó.
Augusto pensó la pregunta por un rato y soltó un suspiro.
—El señor Cruz confiscó su colección de legos y su iPad. Por lo general, a Edgar le gusta jugar con ellos.
«Legos y un iPad... ¡Eso es muy fácil!», dijo para sí. A continuación, corrió al centro comercial y compró el último iPad y diez modelos de legos. Luego, regresó de inmediato a Villa Las Palmas y tocó la puerta de la habitación de Edgar.
—Edgar, te traje tus juguetes favoritos: Legos y un iPad. ¡Todos de último modelo y los más populares!
Luego de su anuncio, se quedó esperando afuera con mucha confianza en sí mismo. Tal como se lo imaginaba, poco después la puerta se abrió. Edgar parpadeó sorprendido al ver la pila de juguetes en el suelo antes de dirigir la mirada hacia Jacinto. Los ojos del pequeño brillaban llenos de emociones al tiempo que trataba de descifrar las verdaderas intenciones del hombre.
Jacinto se rio con torpeza y dijo:
—Todo esto lo compré para ti y siempre que te guste, estaré feliz. No tienes por qué agradecerme.
—¿Gracias? —respondió Edgar con una ligera sonrisa y una falsa simpatía al verlo—. No me malinterpretes, pero en realidad estoy preocupado por ti. —Aquellas palabras dejaron al hombre confundido, y el niño continuó—: Mi padre confiscó mis legos y mi iPad, pero aquí estás, regalándome diez modelos diferentes de legos y un nuevo iPad. ¿Estás yendo en contra de sus órdenes a propósito?
«¿Eh?», pensó el mayordomo mientras el alma se le caía a los pies. «No está hablando en serio».
Por su parte, el pequeño agregó:
—Lo que más odia mi padre es que las personas vayan en su contra. Solo piensa en las consecuencias.
«Las consecuencias...» En su mente apareció el rostro frío y sin emociones de su jefe, provocándole un escalofrío que recorrió toda la columna. «¿En qué estaba pensando? ¿Venir a la casa del presidente e ir en contra de su autoridad de una forma tan descarada?»
—Edgar, será mejor que me lleve estos juguetes. Si el señor Cruz se enoja, ¡no sé si podré conservar mi trabajo!
Sin embargo, el pequeño no le respondió. Solo sacó su celular y tomó algunas fotos de la pila de juguetes Lego.
—Incluso si te los llevas, mi padre se enterará.
Entonces, le mostró las fotos en su celular al hombre con una expresión tranquila y agitó el dispositivo con las pruebas frente a él.
—No...
Jacinto se quedó sin palabras, solo podía sufrir en silencio porque la venganza no lo llevaría a ningún lado.
—Edgar, yo no te hice nada. No me puedes hacer esto.
—Vamos a hacer un trato. Si me ayudas con algo, mantendré este asunto en secreto.
—¿Qué es lo que quieres?
El pequeño le hizo un gesto para que se acercara, por lo que el mayordomo se inclinó y de manera obediente acercó su oreja a la boca del niño. Edgar colocó las manos delante de su boca y le susurró algo. Ni bien terminó, los ojos del hombre se abrieron como platos.
—Quieres que yo... ¡No, no, no! ¡El señor Cruz me matará!
«El niño quiere que averigüe dónde está su madre y que consiga información sobre la mujer del señor Cruz. ¿Cómo puedo hacer algo así?»
—¿No lo harás? ¡Puedo asegurarme de que mi padre vea estas fotos en menos de tres segundos!
—¡No! ¿Por qué no lo hablamos un poco más? ¿Edgar?
Justo después de decir eso, su celular sonó en su bolsillo. Miró la pantalla y el corazón casi se le sale del pecho al ver que era su jefe. De inmediato, se puso de pie y fue a la sala de estar para atender la llamada.
—¿Aún no has encontrado quién fue la persona que burló los cortafuegos? ¡Estoy empezando a pensar que en verdad sí quieres que te arrojen al Océano Pacífico y convertirte en comida de tiburones!
—Señor Cruz, estoy en ello. ¡Encontraré al culpable lo antes posible!
—Tienes dos horas, o de lo contrario...
—¡Me arrojarán al Océano Pacífico y me convertiré en comida para tiburones! —respondió como si esa fuera una orden militar.
—¿Irás al Océano Pacífico?
Jacinto bajó la mirada y encontró al niño parado junto a él con unos ojos de preocupación. Por alguna razón, aquello lo reconfortó un poco y soltó un afligido suspiro.
—¡Claro que no!
—Bien. Si los tiburones te comen, ¡seguro les darás dolor de estómago!
Al escucharlo, el hombre se quedó mudo y pensó: «¿A Edgar le preocupan más los tiburones que yo?»
—Edgar, por el... por el bienestar de los tiburones, ¿puedes ayudarme?
—Entonces, ¡prométeme que me ayudarás a encontrar a mi mamá!
Jacinto inhaló y exhaló varias veces y, luego de reflexionarlo por un rato, al fin escogió la opción que era más probable para salvar su vida.
—¡Trato hecho!
Ni bien los dos llegaron a un acuerdo, Edgar corrió a su zona de estudio y encendió la computadora mientras que Jacinto casi se vuelve bizco al ver los dedos del pequeño volar en el teclado.
—¡Listo! ¡Esta es la dirección del hacker!
El hombre se quedó impresionado.
—¿Tan rápido lo has encontrado?
Enseguida, Edgar le lanzó una mirada afilada y le dijo:
—Medio mes. ¡Quiero saber sobre mi mamá en medio mes!
Dicho eso, el pequeño bajó las escaleras.
«Medio mes...» Jacinto sentía como si llevara el peso del mundo sobre los hombros. Sin embargo, para su suerte, ¡el problema actual ya estaba resuelto! El hombre no podía esperar más para llamar a su jefe y decirle las buenas noticias.
—¿Quién fue?
Aquella duda seguía siendo la prioridad en la mente de Abel.
—Señor Cruz, parece que el hacker vive en Los Jardines.
—¡Sigue investigando!
—Sí, señor.
El sistema de la compañía había vuelto a la normalidad. Por su parte, Abel acababa de encender su computadora y de inmediato apareció una notificación de un nuevo correo. Lo abrió y lo siguiente que supo fue que el hielo que cubría su rostro se derritió al instante. Luego de leerlo, enseguida marcó el número escrito en el mensaje.
—Hola, habla Abel Cruz. ¿Es usted la doctora Cabrera?
Al escuchar su voz profunda y sensual, Isabel hizo un puño con la mano sin notarlo, y el corazón le latía muy rápido en el pecho. Si no fuera por Edgar, nunca hubiera tomado la iniciativa de ponerse en contacto con este maligno y pervertido sujeto bien parecido a Lucifer.
—Sí, soy yo. Escuché que me estaba buscando. Puedo salvar a su hijo, pero con una condición...