Capítulo 13 Abandonados
Miriam se sentó en el sofá con los brazos cruzados sobre el pecho y miró a Susana con el ceño fruncido.
—¿Por qué no me llamaste antes de venir a mi casa?
Susana se sentó en el sofá, bajó la cabeza y sostuvo la mano del Pequeño Colin entre las suyas, y el niño se percató de que estaban heladas.
—Madre, lo siento.
—¿A qué has venido?
—Acabo de regresar, llegué ayer, así que quería veros a ti y al tío.
—¡¿No te vas a ir esta vez?!
—No me voy.
—¡¿Así que éste es el niño?! ¿Qué edad tiene? —preguntó a gritos Miriam sin quitarle la vista de encima al niño, que se mantenía en un tenso silencio.
Susana quería cerrar la brecha emocional que se había abierto cinco años atrás entre ella y Miriam, así que tiró del dedo de su hijo para llamar su atención y sonrió de mala gana.
—Pequeño Colin, la Abuela ha preguntado cuántos años tienes. ¿Y bien?
—Cinco —dijo el niño, tras lanzarle una larga y fría mirada a Miriam. No estaba dispuesto a hablar más de lo necesario.
Miriam percibió con claridad la hostilidad que desprendía el niño, el cual no le parecía en lo absoluto tierno; como resultado de aquella interacción, le despreció todavía más y se negó a mirarle de nuevo.
—¡Bien entonces! Ya me has visto. Mi pierna está bien, mi cuerpo está bien. No tengo ninguna enfermedad ni me pasa nada. Mientras no hagas nada indecoroso que haga que me avergüence de ti de nuevo, estaré bien. Ahora, vete —le dijo en tono tajante Miriam a Susana, que se dio cuenta de que su madre ignoraba al niño por completo.
En cuanto escuchó las hoscas palabras de su madre, Susana sintió una fuerte presión en las sienes y el amargo sabor de la bilis en los labios. Respiró hondo, tomó al Pequeño Colin de la mano y salió por la puerta.
—Mamá, me voy. Cuídate.
Justo en ese momento, el actual cónyuge de Miriam, Tadeo, entró por la puerta con su nieto en brazos. El hombre reconoció de inmediato a Susana y se quedó pasmado por unos instantes; sin embargo, su expresión de asombro fue rápidamente sustituida por una sonrisa cortes.
—¡Susana, estás aquí! ¿Por qué te vas ya? Quédate un poco más.
Sin embargo, antes de que Susana pudiera abrir la boca, Miriam respondió por ella.
—Tiene algo urgente que hacer, así que ya se marcha —dijo la anciana con tono tajante, tras lo que esbozó una sonrisa, tomó de brazos de Tadeo a su nieto y lo arrulló mientras contemplaba al niño con adoración—. Vaya. Cariño, ¿dónde estabais el abuelo y tú? Me teníais preocupada. ¿Habéis ido al parque? ¿Y te lo has pasado bien?
Tadeo se despidió de Susana con una inclinación de cabeza.
—Tened cuidado con las carreteras —dijo él en tono amable.
Susana miró cómo su madre envolvía en mimos al nieto de su padrastro. Ella había imaginado que, una vez que llegaran ante su puerta, su madre al menos le daría un abrazo a Colin. Sin embargo, ni siquiera les había ofrecido un triste vaso de agua, pese a que el camino hasta su casa era largo. Susana sintió que los ojos le escocían, pues las lágrimas comenzaban a afluir hacia ellos, y notó la boca seca.
En cuanto pusieron un pie fuera del rellano de su puerta, ésta se cerró con un portazo desde dentro. La cálida escena de la anciana abrazando amorosamente a aquel niño que no era de su sangre quedó entonces fuera de su vista, y en ese mismo instante, las lágrimas que se agolpaban en los ojos de Susana comenzaron a rodar por sus mejillas en forma de pequeños torrentes salados.
Justo después de salir, la puerta se cerró con un golpe. La cálida escena de la abuela y el nieto quedó entonces fuera de su alcance y de su vista. Con un parpadeo, las lágrimas rodaron por sus mejillas.
El Pequeño Colin frunció el ceño cuando vio llorar a su madre. Como el pequeño adulto que era, le rodeó el cuello con sus brazos, le secó las lágrimas con sus tiernos dedos y la confortó.
—Mamá, todavía me tienes a mí. Siempre estaré contigo. Mamá, no estés triste, por favor.
Susana se abrazó su hijo y dio rienda suelta a su dolor; tras unos instantes, su corazón se calmó y logró recuperar la calma. Se limpió las lágrimas del rostro y le sonrió avergonzada.
—Lo siento, Pequeño Colin. Qué vergüenza que me hayas visto llorar, te prometo que no volveré a hacerlo. Ven, te voy a invitar a comer en un buen sitio.
Acababan de llegar al asador, cuando Susana se dio cuenta de que los ojos del niño no se habían despegado de la pantalla del teléfono durante todo el trayecto hacia el restaurante.
—Colin, ¿qué estás haciendo? —Intentó mirar más de cerca la pantalla. Como si el pequeño tuviera ojos en la nuca, apartó rápidamente el teléfono de su línea de visión—. ¡¿Estás haciendo cosas malas otra vez?! —le regañó Susana.
Por toda respuesta, el niño digitó algo más a una velocidad de vértigo, tras lo cual guardó su teléfono en el bolsillo y se dirigió a Susana como si no hubiese escuchado nada de lo que su madre le había dicho.
—Mamá, vamos a comer.
—¡No! ¡Dame el teléfono ahora mismo!
El Pequeño Colin, que no dejaba de ser un niño pequeño al cuidado de su madre, no tuvo más remedio que entregarle su teléfono a Susana, que lo esperaba con la mano abierta. En cuanto se lo dio, hinchó sus mejillas de bebé y lanzó un profundo suspiro de hastío, como haría un anciano.
—Mamá, no es de buena educación que juegues con el teléfono durante la hora de comer.
Susana desbloqueó el teléfono y revisó las pantallas abiertas, pero todo parecía estar en orden. Aunque su corazón le decía que el niño había hecho alguna nueva trastada, no tenía prueba alguna, así que no le quedó más remedio que guardar el teléfono y obedecer a su hijo.
—Bien, bien, bien. Mamá no jugará más. Empieza a comer, cariño.
Aquella noche, Miriam y su familia se sentaron juntos a ver la televisión. De repente, la pantalla se volvió negra y, tras unos instantes, una siniestra calavera llenó la pantalla oscura y comenzó a cantar una aterradora canción de cuna con tono distorsionado: «Nadie en este mundo es más amoroso que una madre. Un niño sin madre es como una mala hierba». Miriam estuvo a punto de sufrir otro infarto al ver aquello y su único nieto tuvo fiebre por el susto de esa noche.