Capítulo 2 Divorcio
En el hospital público número uno de la Ciudad Heraldo, Susana contemplaba a su madre, que yacía inmóvil en la cama del hospital, ajena a los comentarios malintencionados que sus familiares esbozaban entre susurros. La joven tenía los ojos enrojecidos por los nervios y la tristeza. Lo único que deseaba era que su madre estuviera bien; de lo contrario, nunca podría perdonarse a sí misma.
El tiempo pasaba despacio, como si los minutos se hubiesen convertido en años. No sabía cuánto esperó antes de ver cómo se movía el dedo de su madre. Susana incluso pensó que su mente estaba jugando con ella.
Un momento después, la anciana abrió poco a poco los ojos, y Susana saltó de alegría.
—¡Mamá!
Al oír la exclamación de Susana, los familiares que estaban en la habitación rodearon la cama y comenzaron a parlotear.
—¡Está despierta! ¡Está despierta!
Susana, con amorosa delicadeza, ayudó a su madre a sentarse. Al observar el rostro de la anciana, notó sus labios agrietados y le puso una taza en la boca.
—Mamá, bebe. Toma un poco de agua.
De repente, la Sra. Méndez la empujó con violencia.
—¡Fuera de mi vista! ¡Sal ahora mismo! No puedo tener una hija tan descarada como tú —le gritó la anciana con desprecio.
Susana cayó al suelo mientras las lágrimas inundaban sus ojos.
—Mamá...
—¡Largo! —exclamó la mujer, al tiempo que señalaba la puerta.
El padrastro de Susana sujetó a su temblorosa esposa, cuyo rostro estaba ceniciento por efecto del disgusto, le lanzó una rápida pero elocuente mirada a Susana e hizo un gesto para que se fuera.
—Susana, deberías irte. No hagas que tu madre se enfade más.
—Sé buena. Tu madre aún no se encuentra bien. No la provoques —añadieron sus parientes, mientras la arrastraban fuera de la habitación.
—Mamá, me voy entonces. Te veré más tarde… —respondió Susana mientras se limpiaba las lágrimas de los ojos, pero antes de que pudiese terminar, la anciana le arrojó la taza a los pies.
—¡Fuera! —le gritó la sin contemplaciones.
Fatigada, Susana volvió a casa sólo para encontrar a Esteban sentado en el sofá con gesto hosco. A sus pies, había dos maletas con aspecto de estar llenas.
Al ver aquella escena, Susana sintió que el suelo se abría bajo sus pies, así que se agarró a un estante para no caerse mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Sé que no me creerás diga lo que diga, pero tienes que saberlo. Anoche estuve con Lorena en el hotel para recuperar algo. ¡Fue ella quien me drogó! Pensar que ella estuvo conspirando contra mí todo el tiempo…
La noche anterior, Lorena la había llamado para que la acompañara a buscar algo al hotel. Las dos habían sido compañeras de habitación durante su último año de universidad, así que Susana no había notado nada raro en aquella petición. Cuando Susana entró en la habitación del hotel, bebió un vaso de agua y se desmayó poco después. No podía entender por qué Lorena le había hecho algo tan terrible.
Esteban rio con frialdad.
—No eches la culpa a otra persona. Ya preparé tus cosas, ¡así que vete! No quiero volver a ver tu asquerosa cara.
Susana palideció al instante. Si no fuera por el estante de los zapatos al que se sujetaba, habría caído al suelo como una flor marchita. Sin embargo, respiró hondo para reprimir la pena que inundaba su pecho.
—Me iré, pero devuélveme la otra casa. Nuestros ahorros se repartirán a partes iguales.
Esteban la miró como si estuviera trastornada.
—¡¿Estás loca?! ¡Ya estamos divorciados! ¡La casa y el dinero me pertenecen! ¿Qué quieres decir con «dividir a partes iguales»?
Susana lo miró con total incredulidad y lanzó un resoplido.
—¡El anticipo de nuestra nueva casa, ni más ni menos que dos millones, lo pagó mi padre! ¡Es su dinero, lo ganó con mucho esfuerzo! La otra casa también se pagó con el dinero de la demolición y reubicación de mi antiguo domicilio. ¿Cómo puedes ser tan cruel?
Susana era nativa de la Ciudad Heraldo. Su padre había fallecido cuando ella estudiaba en la universidad, y su abuela murió un año atrás. Su madre y su padre se habían divorciado hacía tiempo, por lo que la herencia de su padre y de su abuela pasó a ella; parte de la herencia de su abuela consistía en una vieja casa, la cual fue demolida ese mes. Como indemnización, Susana había recibido ocho millones y un apartamento.
En los últimos tiempos, la Ciudad Heraldo había aprobado una política que limitaba el número de casas que se podían comprar. Como consecuencia, los precios de las viviendas se inflaron en exceso, pasando de una media de cincuenta mil por metro cuadrado a sesenta mil.
Esteban había dicho que, por efecto de la inflación creciente, poner los ocho millones en el banco supondría un despilfarro y que, en su lugar, deberían invertir en otra casa. El plan había sido que se divorciaran, utilizaran el nombre de Esteban para recibir la deducción del treinta por ciento del pago inicial y que Susana pudiera comprar otro apartamento con ese dinero.
Al notar el auge del mercado inmobiliario, Susana aceptó al instante la idea de Esteban. Como resultado, su círculo de familiares y amigos bromeaban acerca de que la pareja estaba obsesionada con la compra de casas.
Como había sido un divorcio falso para eludir la política fiscal, los dos tenían sus certificados de separación pero seguían viviendo juntos. Su dinero y bienes no se habían repartido en un juzgado. ¡Quién iba a pensar que sucedería algo como lo de ayer!
Esteban tiró el teléfono sobre la mesa, cruzó los brazos sobre el pecho y la miró con desprecio.
—¡Ni se te ocurra intentar sacarme un céntimo! Si no, lo único que conseguirás es que mucha gente vea esta foto.
Esteban le mostró una imagen de Susana que él mismo había tomado, después de que la engatusase pasa que se dejase fotografiar mientras tenían intimidad.
Susana se quedó atónita. ¿Era todo esto obra suya desde el principio?