Capítulo 9 Gracias por salvar a mi jefe
Con el nuevo curso académico en pleno apogeo, la Familia Carrasco ya había dispuesto coches y chóferes individuales para que sus hijos pudieran ir y volver del colegio sin problemas. Durante el desayuno, Bernardina propuso que Melina también tuviera un conductor y un auto designados. Sin embargo, Doña Carrasco desestimó rápido la sugerencia.
—Ni siquiera se ha presentado aún a la evaluación de ingreso; ¿por qué tanta prisa?
Bernardina se quedó sin palabras y miró a Tomas, esperando su apoyo. Sin embargo, Tomas permaneció ajeno a la opinión de su madre.
La Familia Carrasco no esperaba precisamente que Melina superara el examen de ingreso. Pensaban que era una posibilidad remota y no querían llamar la atención sobre ella más de lo necesario. Después de todo, lo último que necesitaban era que suspendiera la evaluación y avergonzara el nombre de la familia.
—Melina, ¿por qué no me acompañas en mi auto? —Matilde se ofreció, tratando de sonar generosa.
—Gracias, pero ya tengo quien me lleve —respondió Melina con cortesía, sin morder el anzuelo.
Matilde no pudo evitar sentirse un poco incómoda. Agarró rápido una carpeta y se la dio a Melina, tratando de mantener su fachada de ayuda y consideración.
—Toma, son los antiguos apuntes de estudio de Gabriel —le explicó—. Siempre era el mejor de su clase en Quercus. Quizá te sirvan para el examen…
Melina se levantó de golpe, dejando la carpeta intacta. Ni siquiera se molestó en despedirse antes de salir del comedor.
—¿Cuál es su problema? —refunfuñó Doña Carrasco, golpeando la mesa con las palmas de las manos—. ¡Crecer en el campo debe de haberla convertido en una auténtica snob!
Matilde dejó los cubiertos y corrió tras Melina, deseosa de mantener su imagen de hermana atenta y considerada.
—Eh, cálmate. —Matilde intervino antes de que Bernardina pudiera intervenir—. Puedes venir conmigo. No hace falta gastar dinero en un taxi. —Cuando por fin alcanzó a Melina, la vio subir a un elegante sedán negro. Era un Lincoln. Matilde ni siquiera tuvo ocasión de fijarse en la matrícula antes de que el auto arrancara y la dejara en medio de una nube de polvo.
Para los ajenos, los Carrasco podían parecer los peces gordos de Noroeste. En realidad, apenas se aferraban al borde de la clase alta. Los coches que conducían eran principalmente BMW, que eran bonitos, pero no exactamente de alta gama.
«¿Cómo puede Melina permitirse un Lincoln?».
Matilde especuló que debía de tener contratado algún servicio de alquiler de coches por Internet. De lo contrario, ¿cómo era posible que una chica que había bajado de las montañas hacía unos días conociera a gente que condujera coches de lujo en Noroeste? Y aquel no era un Lincoln cualquiera: era una versión alargada, ¡algo que ni siquiera Matilde había conducido nunca!
«¡¿Podría Melina haber conseguido un padre rico?! ¡Esa sería la tarjeta roja perfecta para usar contra ella!».
Justo entonces, un Ferrari rojo se detuvo junto a ella. La puerta se abrió, revelando un par de largas piernas en zapatos de cuero blanco y pantalones a medida, seguido por el rostro de un hombre joven y guapo.
—Hola, busco a una chica que quizá visitó a su familia hace unos días. ¿Sabe dónde está ahora?
Matilde volvió a la realidad y miró al hombre que tenía delante, estupefacta.
—¿Señor Calderón?
—¿Me conoce? —preguntó Damián, sorprendido. Se había alistado en el ejército a la tierna edad de 14 años y rara vez pasaba tiempo en Noroeste, por lo que no recordaba haber conocido a Matilde.
«Pero ¿podría ser la chica que salvó a Zirán aquel día?».
—Sí, lo he visto antes… —Matilde respondió con un movimiento de cabeza. Había visto fotos de Damián, el hijo mayor de la Familia Calderón, una de las cuatro familias influyentes de la ciudad.
—Tienes buen ojo. Incluso con la cara tapada aquel día, pudiste reconocerme —dijo Damián.
Recordó que aquel día sólo vio la espalda de la chica cuando descendió del helicóptero. Por su altura y su figura, se parecía a la chica que había visto el otro día. No le llamaba mucho la atención el aspecto de Matilde y pensó que no estaba a la altura del apuesto aspecto de su jefe. Aun así, pensó que tenía que ser ella.
—¿Ese día? —preguntó Matilde, desconcertada. Rápido se dio cuenta de que Damián la había confundido con otra persona, pero mantuvo su dulce sonrisa y le siguió el juego.
—Gracias por salvar a mi jefe. Me pidió que le devolviera esto. —Damián le entregó una tira de tela limpia.
«¿Su jefe? ¿Podría tratarse de la renombrada Familia Salazar, los monarcas reinantes de las cuatro familias prominentes de Noroeste?».