Capítulo 11 La dignidad no importa
—Llama… —Graciela le mostró una serie de números, presionando el cuello de la mujer con sus uñas.
Las piernas de esta última se pusieron débiles. De inmediato se giró y le lanzó una mirada suplicante a Érica.
—G… Graciela, ¡no te precipites! —Estaba llena de pánico, nunca esperó que Graciela hiciera tal cosa—. Ni siquiera tienes hogar. ¿A quién más puedes pedirle ayuda?
Había sido amiga de Graciela por varios años, por lo que sabía bien el círculo social de esta. Además, ya había sobornado a los amigos de Graciela, quienes tenían una muy buena familia.
«¡No hay manera de que consiga a alguien para ayudarle!».
—¡Será mejor que llames… A ese número! —dijo Graciela entre dientes. Sus uñas ya habían perforado el cuello de la mujer y las piernas de esta temblaban por el miedo, su boca estaba abierta.
El rostro de Érica estaba sombrío. Tenía miedo de que la mujer dijera su nombre por accidente. Con renuencia y apretando sus dientes, llamó al número que le dijo Graciela.
—Hola. —No tardó mucho para que entrara la llamada.
Cuando escuchó la familiar voz, estuvo a punto de romper en llanto. Tragó la sangrienta saliva en su boca y reunió la fuerza para decir:
—Soy Graciela… Ven a la estación de policía… En Vista Grande.
Siempre y cuando pudiera ir al hospital para ver a su abuela, no le importaría incluso darle su vida al hombre si este la quería. Su propia dignidad no era nada en comparación con su único pariente en el mundo.
En un santiamén, el policía se apresuró para ir hacia la conmoción. Sin embargo, en cuanto vio que Graciela sujetaba el cuello de la otra mujer, se dio cuenta de que su intención era que perecieran juntas, por ende, el oficial no se atrevió a actuar de forma apresurada.
El tiempo pasó y Érica no vio que nadie fuera. Pensó que Graciela solo fanfarroneaba, por lo que decidió instar a que el policía sometiera a Graciela. Pero entonces, un hombre de alrededor de treinta años apareció dando zancadas de forma apresurada en el cuarto de detención.
Cuando Graciela vio al hombre, un ápice de esperanza apareció ante sus ojos.
—¡Pague mi fianza… Por favor! Tengo que ir al hospital.
Con un semblante sombrío, el hombre asintió y se dio media vuelta con mucha rapidez. En menos de un minuto, no solo el hombre había regresado, sino que también había llevado al jefe de policía. Cuando el hombre intervino para ayudar a Graciela, el jefe le preguntó de forma educada.
—¿Señor Salas, necesita que arregle que alguien la lleve al hospital?
—No, está bien.
Érica se quedó boquiabierta cuando vio que se iba con Graciela en sus brazos. Estaba más que atónita.
—¡Jefe, ella es sospechosa de asesinato! ¿Cómo puede liberarla? —le preguntó.
—En vista de que no tenemos evidencia concreta, ya no podemos detenerla por más tiempo. —El jefe estaba bastante impaciente al añadir—: ¡Solo váyase si no tiene nada más que reportar!
No había palabras suficientes para expresar la ira que sentía Érica. Pero no tenía opción más que obedecer. Sabía que Cornelio era bastante cercano con el jefe encargado de la estación de policía de Ciudad Jazmín. Por eso, ella pudo hacer arreglos con facilidad para que alguien se encargara de Graciela.
Ni en un millón de años esperaba que Graciela pudiera hacer que alguien pagara su fianza para que saliera de la estación de policía.
Después de llegar al hospital con Esteban, Graciela trastabilló durante todo el camino mientras iba hacia la habitación de su madre a toda velocidad. Por coincidencia se encontró con la enfermera que se había estado encargando de cuidar a su abuela.
La enfermera se sentía mal por Graciela.
—Por favor acepte mis más sinceras condolencias, Señora Rangel.
Entonces, Graciela vislumbró la cama del hospital que estaba tras la enfermera. El paciente yacía en la cama que estaba cubierta de una sábana de la cabeza a los pies. En ese momento, su sangre se puso fría y todo su cuerpo se congeló. Sintió una sensación sofocante la abrumó.
—¿A… Abuela? —Avanzó rengueando hacia ella con una postura rígida y alzó su trémula mano—. L… Lamento… Que me tardé tanto tiempo en llegar… Soy Graci…
Le costaba trabajo balbucear las palabras mientras hablaba con su abuela. Pero nunca recibiría una respuesta. Levantó la tela blanca y vio el frío y pálido rostro de su abuela. Sus rodillas se sintieron débiles y cayó sobre ellas. Dejó escapar un agonizante grito y comenzó a llorar a todo pulmón.
—Abuela…
Gloria había sido la única motivación que tenía para avanzar en la vida. No obstante, incluso su último familiar se había ido para siempre.
En ese momento, se sintió agraviada. De haberse despojado de su dignidad aquel día y de haber seguido a Esteban a la mansión, Cornelio no la habría engañado ni la habría enviado a la cárcel. Entonces su abuela seguiría viva.
Graciela abrazó el cuerpo de su abuela durante todo el día y toda la noche, lloró tanto que sintió que se partía su corazón, hasta que se quedó sin lágrimas.
Cuando enterraron a Gloria, el cielo sobre Ciudad Jazmín se volvió más sombrío que nunca. Estaba lloviznando.
Graciela estaba en blanco y miraba a los trabajadores encargarse de las cenizas de los restos de su abuela. Incluso después de que todos se fueran, ella seguía de pie ante la tumba de su abuela, empapada de lluvia. Desde ese momento, sabía que estaría por su cuenta.
Después del funeral de Gloria, Graciela siguió a Esteban y regresó a Jardín Zafiro. Se encerró en la habitación por tres días después del funeral, no tocó ni un pedazo de la comida que le llevaron hasta su cuarto.
Esteban sentía que algo malo pasaría si Graciela continuaba así. Por ende, llamó directamente a Armando. Esa misma noche, este fue a la mansión.
Usó su llave de repuesto para abrir la puerta y entrar a la habitación, solo para darse cuenta de que todos los agujeros por los que podía entrar la luz habían sido cubiertos. Estaba oscuro como la tinta. Entonces, pudo escuchar los murmullos intermitentes de una mujer, quien parecía estar llorando en su sueño.
—Mamá, tengo tanto miedo… Por favor, llévenme con ustedes, por favor…
Armando se abrió paso hacia la lámpara de noche y la encendió. Una mujer acurrucada en la cama apareció de inmediato.
Solo habían pasado algunos días, pero Graciela no era más que hueso y piel. Sus delgados dedos sujetaron la sábana con toda su fuerza. Estaba tan delgada que sus venas sobresalían en el dorso de sus manos. Y peor aún, la desesperación estaba reflejada en todo so pálido rostro. Los rastros de sus lágrimas eran evidentes en sus mejillas.
«Si esta mujer no come algo, ¡quizás no despierte mañana!».