Capítulo 8 Ahí viene la bruja
Una cálida y mullida manta me cubría. Al momento siguiente, sentí un suave beso en mi mejilla.
Después, pude oírlo arrastrando los pies por la habitación, y finalmente me di cuenta de que estaba limpiando el desastre que habíamos hecho. El corazón se me apretó dentro del pecho con una emoción extraña y ajena que no podía identificar.
Cuando terminó de limpiar, me llevó a mi habitación y me arropó, acordándose incluso de servirme un vaso de agua y dejarlo en mi mesita de noche. «Qué buen... amigo».
Por completo agotada, me quedé dormida poco después de que saliera de la casa.
Registré a alguien de manera vaga, acostado a mi lado mientras dormía. Cuando me desperté, vi a Bernardo tirado en la cama, apestando a alcohol.
«¿Así que no había ido a buscar consuelo en otra mujer sino en el alcohol?».
Me pellizqué la nariz mientras el asco brotaba en mi interior. Aun así, me levanté de la cama para prepararle un baño. Luego le ayudé a quitarse la ropa y a meterse en la bañera antes de bajar a preparar unas pastillas para aliviar el dolor de la resaca que se avecinaba.
En el pasado solía hacer esto por él, ya que me daba pena que se quedara hasta tan tarde para asistir a cenas y reuniones de negocios, pero al recordarlo ahora, quería reírme de mi propia estupidez. No se merecía en absoluto mi compasión.
Después de tomarse los analgésicos, Bernardo me sorprendió presionándome sobre la cama e intentando besarme, con el regusto del alcohol todavía en la boca.
Cuando se sentó encima de mí como un rey sentado en un trono, supe que o bien seguía borracho o bien me confundía con otra chica.
Volteé la cabeza hacia un lado para evitar su boca. El sexo entre nosotros nunca había sido algo habitual. Es más, me había creado una aversión a él después de descubrir que me engañaba.
Sin embargo, no captó la indirecta, se cernió sobre mí y me besó la oreja mientras sus manos se deslizaban bajo mi pijama.
—Amor... —Cristofer me había hecho esto mismo antes, pero se sentía asqueroso cuando era Bernardo quien lo hacía.
Me pregunté de manera breve si yo también me había vuelto adicta a Cristofer. «¿Será cierto el dicho de que el mejor camino al corazón de una chica es a través de su cuerpo, después de todo?».
—Es tarde. Deberíamos dormir un poco —le dije a Bernardo con las manos apretadas contra su pecho en un intento de apartarlo—. Además, tienes trabajo mañana por la mañana.
Sin decir nada más, le di la espalda y subí las mantas hasta la barbilla. No dijo nada, se dio la vuelta y se durmió enseguida.
«¿Esperaba esto? ¿Que no le devolviera su afecto?».
Bernardo siguió llegando tarde a casa durante los días siguientes. Aunque ya no olía a alcohol, no se atrevía a mirarme a los ojos, como antes.
Mi amor por él se había extinguido hacía mucho tiempo, y me estaba preparando para divorciarme de él.
Cristofer, en cambio, seguía haciendo visitas frecuentes a la casa, llamándome «Vanesa» en público y «Zorrita» en la cama.
—¿Me extrañaste, zorrita descarada? —Volvió a aparecer en mi sala de la nada.
Antes de que me diera tiempo a reaccionar, ya me había abrazado.
Volteé un poco la cabeza para mirarlo.
—¿Robaste a escondidas un juego de llaves de mi casa? —Estaba segura de que había cerrado la puerta principal con llave.
—¿Qué quieres decir con «robar»? —Levantó la llave en el aire, agitándola con una sonrisa inocente—. Siempre he tenido una.
«Oh». Había olvidado que cuando las cerraduras de nuestra casa se rompieron hacía medio año, Bernardo no había hecho nada para solucionar el problema. En cambio, Cristofer había sido el que salió a buscar un cerrajero para nosotros.
«¿Eso significa que tiene las llaves de nuestra casa desde hace medio año? ¿Qué piensa hacer con ella?».
—¿Planeaste acostarte conmigo durante seis meses seguidos? —pregunté con curiosidad.
Su sonrisa se desvaneció, sustituida por una expresión por completo seria.
—Para empezar, siempre fuiste mía.
La afirmación me conmovió. Sin embargo, había una vocecita en el fondo de mi cabeza que me recordaba que las serenatas y alabanzas de los hombres no eran de fiar. De hecho, Bernardo me sirvió de ejemplo.
Empezó a reírse como un idiota cuando no le contesté.
—Tengo hambre. ¿Qué vamos a comer hoy?
—Cerdo caramelizado. —Al instante, su expresión se agrió como si recordara el sabor del horrible cerdo caramelizado de antes.
—¿Podemos comer otra cosa? ¿Por favor, Vane? —gimió, acurrucando su cara contra el pliegue de mi cuello.
Conteniendo la risa, le pregunté:
—¿Por qué? ¿No te gustó cuando cociné para ti la última vez?
Levantó una ceja.
—Me encantó —dijo a la fuerza. Esta vez, no pude evitar que se me escapara la risa.