Capítulo 4 Una comida gratis
—Vengo a desayunar gratis. No te importa, ¿verdad, Vanesa? —Era Cristofer. Bernardo no tenía ningún otro amigo cercano además de él, y sólo Cristofer se atrevería a actuar con tanta despreocupación cerca de nosotros dos.
Sin esperar respuesta, me quitó los cubiertos y empezó a servirse los platos que había en la mesa.
Bernardo lo miró de reojo.
—Esos son de ella.
—Espera, ¿en serio? Aquí tienes, Vanesa. —Cristofer me los devolvió de manera despreocupada. Sin embargo, no podía seguir desayunando con estos cubiertos después de que él los hubiera utilizado, ¿cierto?
Cuando no tomé los cubiertos, Bernardo habló con una expresión un poco agria.
—Está bien. Tómalos y ten más cuidado la próxima vez. La gente se irá de la lengua si ve esto.
—¡Tienes razón! Me aseguraré de tener más cuidado en el futuro. —Cristofer sonrió de manera alegre—. Tú también debes tener cuidado, Vanesa. Si él come la comida de otra mujer, eso significaría que te está engañando. —Luego me guiñó un ojo juguetón.
Mientras tanto, Bernardo se había puesto rígido, con la mano congelada en el aire en medio de una página del periódico.
Su reacción me satisfizo mucho, pero me callé.
Tras forzar una tos incómoda, Bernardo cambió de tema para volver a centrarse en Cristofer.
—No te he visto en estos días. ¿Dónde estuviste pasando el rato?
—Uf, no saques el tema. El novio de mi amiga la engañó, así que tuve que acompañarla mientras lo atrapaba con las manos en la masa —contestó Cristofer con indiferencia—. ¡Deberías haber estado ahí para verlo! Ella y todo un grupo de chicas desnudaron al tipo y a la rompe hogares hasta los paños menores y los pasearon por la calle. Fue todo un espectáculo.
Bernardo volvió a toser y se dio la vuelta para tomar un vaso de agua para su garganta de repente seca.
—Vanesa, si alguna vez quieres atraparlo engañándote, recuerda llevar un reportero —insistió Cristofer—. Detesta por completo a los reporteros.
En cuanto dijo eso, Bernardo tiró por accidente el vaso de agua, derramándolo sobre sí mismo y sobre el mostrador. Casi podía sentir la ansiedad que emanaba de él.
—Yo... voy a cambiarme. Ustedes pueden seguir platicando. —Con eso, salió corriendo con el rabo entre las piernas.
Cristofer se echó hacia atrás y cruzó los brazos detrás de la cabeza, sonriendo como el Gato de Cheshire.
Cuando volteé para mirarlo con gratitud, me rodeó la cintura con un brazo y me acercó para que me sentara en su regazo. Mi cara se enrojeció al instante ante la repentina intimidad, y apreté las manos contra su pecho mientras la sangre me latía en los oídos.
—¿Qué estás haciendo? Él está ahí.
Me soltó, pero se acordó de besar mi mejilla antes de hacerlo.
—¿Todavía te queda algo de espíritu de lucha? Parece que no fui lo bastante duro anoche. —Sus palabras me dejaron con un sentimiento de nervios y timidez.
Cuando Bernardo volvió a salir, Cristofer le sonrió.
—¿Ya acabaste? Vámonos. —En lugar de irse, Bernardo se acercó a mí y levantó de manera ligera la barbilla, haciéndome un gesto para que le anudara la corbata.
Hacía mucho tiempo que no lo hacía, y la última vez que lo hice, dijo que lo anudaba de manera desordenada y fea, así que no estaba segura de por qué quería que lo hiciera justo ahora.
Cuando terminé, me dio un beso en la frente de la nada.
—Espérame esta noche —dijo con rigidez—. Volveré para cenar contigo.
Tarareé en respuesta y eché un vistazo a la expresión alegre y traviesa de Cristofer, observando cómo tiraba rápido algo a la papelera.
Poco después de que los dos hombres salieran por la puerta, oí a Bernardo decir:
—¿Dónde está mi boleto de avión? Creía que lo traía conmigo...
—Quizá lo perdiste —respondió Cristofer. No pude ver su cara, pero pude oír el tono orgulloso de su voz cuando añadió—: Le pediré a alguien que te compre uno más tarde.
Recogí el papel arrugado de la papelera. Como había esperado, era el billete de avión de Bernardo. Sonreí para mis adentros y le envié a Cristofer un mensaje de texto:
«Eres tan infantil».