Capítulo 3 Cuando se tiene necesidad, no se pone reparo alguno
Cristian miró a su asistente, Roberto Herraz, y le hizo señas para que se acercara.
—¿Señor?
—Que se arregle y llévala a Club Delta.
Victoria palideció al escucharlo porque sabía que, en ese lugar, las personas adineradas y poderosas se descontrolaban. Con solo pensar en ello, se deprimió porque creía que Cristian quería llevarla para que la humillaran y mostrarles a todos el contraste entre la criminal despreciable que era en ese momento y la reputación que solía tener como miembro vip hacía dos años.
—¿En verdad es necesario, señor Cristian? —preguntó en voz baja mientras sentía escalofríos.
El hombre se rio de manera sarcástica porque no esperaba que ella le preguntara eso.
—Pasaron dos años desde la última vez que nos vimos, Victoria, pero no creo que hayas aprendido tu lección. Cuando se tiene necesidad, no se pone reparo alguno. ¿Entiendes?
Al escuchar el tono sarcástico del hombre, ella bajó la mirada y se mordió los labios en silencio. Comprendió lo que intentó decirle; después de todo, la habían humillado en prisión y, durante esos dos años, aprendió muy bien cómo dejar su orgullo de lado. Al mismo tiempo, Cristian parecía molestarse cada vez más al ver la apariencia patética de la joven, así que se fue al auto.
—Dile a Carlota que se ocupe de ella; no me decepciones.
De inmediato, el auto desapareció entre la nieve; mientras, Roberto dudó por un momento hasta que se acercó a la joven y la ayudó a ponerse de pie.
—Gracias —comentó conmovida; de repente, tuvo un recuerdo—. ¿Cómo está Belia?
—Bueno, tuvo que dejar de bailar. ¿Cómo cree que está? —respondió luego de un instante.
La joven sonrió con amargura y comprendió por qué Cristian no podía dejar de molestarla. «Mientras Belia no sea feliz, él continuará haciéndome sufrir».
Desde que Roberto la llevó a Club Delta, no volvió a ver a Cristian durante las siguientes semanas; parecía que aquel día se habían encontrado por casualidad; sin embargo, estaba de pie en el vestíbulo del club.
—Bienvenida a Club Delta.
Algunas veces, cuando ya no había más clientes en el lugar, ella se masajeaba la pierna izquierda, que tenía adormecida; había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había hecho una reverencia de bienvenida. Por otro lado, la compañera de Victoria, Gabriela Claros, estuvo de pie al lado de ella sonriendo.
—¿Qué sucede con Carlota? ¿Por qué todos descansan al terminar su turno excepto tú? Creo que lo hace a propósito para molestarte; quizás esté celosa de lo bien que luces.
—Estoy bien; no hay problema —contestó mientras sacudía la cabeza.
—¿Por qué? Si estuviera en tu lugar, habría renunciado hace bastante tiempo.
La joven no comprendía por qué Carlota la molestaba; a ella le parecía simpática Victoria por su aspecto y carácter accesible. «¿Por qué la señorita Carlota es tan malvada con ella? No solo la obliga a que continúe trabajando luego de su turno, sino que también le ordena que limpie el desorden que esos ebrios provocan cuando vomitan. ¿Qué ha hecho para merecer esto?». Lo que aún más la desconcertaba era que Victoria hacía todo sin siquiera quejarse.
—No renuncio porque no tengo dinero, pero, gracias a este trabajo, no debo preocuparme por tener hambre o un lugar para vivir —explicó cuando dejó de masajearse la pierna y la miró mientras sonreía con amargura—. Tampoco puedo buscar otro trabajo.
Al no comprender por qué la joven pensaba así, Gabriela decidió que era mejor no hablar más del asunto. Victoria no tenía más opción que dejar su orgullo y lidiar con todas las adversidades, aunque las personas a su alrededor la trataran con desprecio e indiferencia. Después de todo, no podía provocarle más problemas a su familia, ya que los había involucrado en un gran problema dos años antes.
Al instante, dos autos de lujo y edición limitada se estacionaron cerca del club; tres hombres y dos jóvenes bajaron de los vehículos y se acercaron a la entrada mientras conversaban y se reían. Victoria dejó de tocarse la pierna de inmediato y se acercó a ellos sonriendo mientras les hacía una reverencia en cuanto se acercaron.
—Bienvenidos a Club Delta.
Ninguna de esas personas adineradas siquiera miró a la anfitriona, solo se rieron y subieron al ascensor. De repente, la mujer que iba detrás de ellos se detuvo y la miró con el ceño fruncido; estaba dudando si hablarle.
—¿Victoria? —preguntó.