Capítulo 5 Somos tus hijos
En cuanto llegaron a la entrada del hospital, Abel bajó del auto y el chofer arrancó al estacionamiento del sótano. Con Hernán dormido en sus brazos, Abel resistió la tentación de mordisquear sus adorables mejillas. Aunque Abel tenía un hijo de edad similar, era su madre, Rosalinda, quien lo había criado. Como solo había visto imágenes de su hijo, Abel se preguntó si su hijo sería tan adorable como el que tenía en brazos. Tras recibir la noticia de que su hijo estaba de camino, Rosalinda esperó paciente en el vestíbulo a que llegara. Sus ojos se iluminaron cuando le vio.
—¡Abel, mi querido hijo!
—Hola, mamá —saludó Abel.
Como a menudo estaba fuera de casa, tenía pocas oportunidades de hablar con su madre. Rosalinda se fijó en el niño que llevaba en brazos y alargó las manos para cargarlo.
—Buen chico. No sabía que fuiste a casa para traer a Timoteo —dijo.
—No —explicó Abel mientras le pasaba a Hernán a su madre—. Este es Hernán. Todavía no he conocido a Timoteo.
—¿Hernán?
Rosalinda frunció el ceño. Con Evaristo arriba, ¡le sorprendió otro niño desconocido!
«También son idénticos entre sí, tal vez...».
El corazón de Rosalinda tembló mientras preguntaba:
—¿De quién es el niño?
—Dijo que su madre es Emma Linares.
«¿Otra vez Emma?».
Rosalinda frunció el ceño al escuchar el nombre de Emma. A estas alturas, ¡esa mujer se había hecho una reputación en Esturia! A pesar de sentirse frustrada, Rosalinda no podía negar el adorable y regordete niño que tenía en brazos. Hubiera sido maravilloso que Hernán y Evaristo también fueran sus nietos.
—Entonces, ¿es cierto que Emma dio a luz a tus hijos? —Rosalinda enarcó una ceja mirando a su hijo.
—Solo conocí a una mujer. —Abel dijo con firmeza—: Hace cinco años, cuando regresé para cumplir con mi deber como miembro de la Familia Rivera.
—Pero se parecen tanto a ti.
Rosalinda estuvo a punto de sugerirle a Abel que se hiciera una prueba de paternidad, pero terminó creyendo la afirmación de su hijo, que Alana era la única mujer con la que se había acostado. Por desgracia, Abel despreciaba a Alana por su malicioso plan. A pesar de que Alana dio a luz a Timoteo, se negó a reconocerla como su esposa y aplazó el matrimonio.
Fueron al piso más alto y visitaron a Óscar. Por lo que parecía, su estado no había mejorado. Poco después, Abel salió de su habitación con rostro sombrío.
—No te preocupes —tranquilizó Rosalinda a Abel con Hernán en brazos—. Tu padre preguntó por el Doctor Maravilla y el doctor accedió a tratar a tu abuelo mañana.
—De acuerdo entonces. —Abel se masajeó la frente mientras respondía—: Escuché las magníficas habilidades médicas del doctor. Al menos hay esperanza para el abuelo.
—Volvamos a la casa de la montaña a descansar. Debes estar cansado de haber hecho un vuelo tan largo.
—¡Sí!
De repente, Evaristo emergió del área de descanso frente a ellos.
—Tú debes ser papá, viendo lo guapo y elegante que eres.
—¿Timoteo? —Abel frunció el ceño—. ¿Por qué estás aquí? ¿No deberías estar en la escuela?
—¡Este no es Timoteo! —exclamó Rosalinda avergonzada—. ¡Éste es Astro, Evaristo!
—¿Evaristo? ¿De quién es hijo?
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Abel que ya podía adivinar un poco la respuesta.
—Es de Emma.
Abel sintió que las palabras se le atascaban en la garganta. Trajo de vuelta un Sol y ahora le esperaba un Astro.
«¿Qué pasa con esa maldita Emma?».
Sentía que la cabeza le daba vueltas, pero no podía decir que no al adorable niño que lo miraba con ojos grandes y esperanzados.
—No soy tu papá, pero no puedo abandonarte aquí hasta que te recoja tu mamá. Sígueme.
—¡Gracias, papá!
Evaristo le hizo señas a Abel para que lo recogiera con los brazos abiertos.
—Sol está durmiendo. —Evaristo señaló a Hernán y soltó una risita—. Jeje, ¡hasta está babeando!
Rosalinda se llenó de alegría al ver a Evaristo y Hernán. ¡Cómo le hubiera gustado que fueran sus nietos!
Se dirigieron al ascensor y esperaron a que llegara.
¡Ding dong!
Tanto Abel como Rosalinda estuvieron a punto de desmayarse cuando vieron a otro niño en el ascensor al abrirse la puerta. Abel se sintió como si hubiera pinchado en un avispero al verse rodeado de esos adorables niños. Abel respiró hondo para calmar sus nervios mientras se agachaba para hablarle al niño.
—Y tú eres...
—¡Papi! —El niño respondió chirriante—: Soy tu hijo, Edmundo...
—¿Eres la Luna entonces?
—¡Sí! —Los ojos negros como la obsidiana de Edmundo brillaron—. ¡El Sol, la Luna y el Astro se han reunido! Todos somos tus hijos.
—Lucas —murmuró Abel a su ayudante mientras retrocedía—. Échame una mano.
Aunque, según su testamento, a Alana no se le permitía entrar en la residencia de la Familia Rivera, no tardó en enterarse de que Abel había traído a tres niños a casa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ¡Sol, Luna y Astro también eran hijos de Emma!
«¿Pero qué...? ¿Cómo se las arregló Emma para tener cuatro hijos?».
Alana corrió de vuelta a la Residencia Linares y fue directo al grano con Alondra tras ver que Maximiliano no estaba ahí.
—Tía, ¿cómo pudiste ser tan torpe entonces? Quiero decir, ¿por qué no te llevaste a sus cuatro hijos?
—¿Quieres a todos sus hijos? —Alondra estaba aplicándose una mascarilla de seda mientras hablaba—. Tu objetivo era tener un hijo del linaje de la Familia Rivera. Abel y tú siempre pueden intentar tener otro hijo. Si les he dado a los cuatro, ¿cómo puedes justificar tener otro?
—Supongo que sí... —murmuró Alana antes de pellizcarse la pierna con frustración—. ¡No puedo creer que Abel se equivocara de habitación hace cinco años al volver a casa! ¡Está claro que lo drogué y lo estaba esperando en la habitación de al lado!
—Tampoco debimos echar a Emma de casa aquel día. De lo contrario, ¡no existiría un malentendido!
—¿Qué hago ahora? ¡Esos tres granujas me están estorbando!
—¿De qué te asustas? —Alondra respondió—: ¿No sobornaste al supervisor del Departamento de Biología del Hospital Rivera? Si la Familia Rivera quiere hacerse una prueba de paternidad, los resultados deberían venir de ese laboratorio ¿no?
Al instante, el rostro de Alana enrojeció y bajó la cabeza mientras murmuraba:
—Entonces lo llamaré más tarde.
—¿Qué? —Alondra inclinó la cabeza para mirar a Alana—. Tu cara se está poniendo roja, Alana. ¿Qué hay de malo en llamar al Doctor Rojas?
—¡No es tan sencillo! —Alana empezó a retorcerse incómoda—. Es arriesgado intentar engañar a los Rivera. Además, el Doctor Rojas accedió a trabajar conmigo en primer lugar porque... porque...
—¿Te acostaste con él? —preguntó Alondra.