Capítulo 3 Todos la subestimaron
—¿Cómo se llama tu mamá?
Una nota fría se coló en la voz de Abel. Parecía que alguna intrigante mujer estaba intentando tenderle una trampa.
—Emma Linares.
«¿Emma Linares?».
Abel sacudió la cabeza. Estaba seguro de que no conocía a aquella mujer. Mientras tanto, Emma regresó al café donde trabajaba y estacionó su Porsche en el garaje. Acababa de ponerse el delantal cuando escuchó que alguien la llamaba con gran entusiasmo.
—¡Emma! —La voz agitada provenía de la puerta—. ¿Qué demonios hiciste para ofender a la Familia Rivera? Papá insiste en que volvamos todos a casa ahora mismo porque dice que los Rivera tomarán medidas contra nosotros.
Era el hermano mayor de Emma, Edgar. Al parecer, se acercó corriendo y se quedó sin aliento.
—Me echaron de la familia hace cinco años. No pienso volver.
—Pero... ¡pero papá dijo que, si no te traigo de vuelta conmigo, me echará del negocio familiar!
—¡Pues déjalo! ¡Eso no es malo! —Emma no estaba dispuesta a cuidar los sentimientos de su hermano—. ¡Al menos no tendrás que ver a esa desgraciada!
—Pero Emma, el negocio familiar es lo que mantiene a mi familia alimentada —se quejó Edgar—. Si me echan de él, ¿qué va a ser de nosotros tres? Nos moriremos de hambre.
—¿No sería mejor que montaras tu propia empresa? —replicó Emma, molesta—. No te vas a morir de hambre, ¡no con todas tus redes y contactos empresariales!
—¿Dónde voy a encontrar tanto capital inicial? —Edgar no estaba dispuesto a renunciar a su queja tan fácil—. ¡Esa mujer controla todos los activos de papá!
—¡Pediré al banco que te adelante un préstamo! —espetó Emma con impaciencia—. ¡Te dije varias veces que no esperes nada de papá, pero nunca me escuchas!
—¡Estás hablando muy alto de repente, Emma! ¿Crees que el banco te va a adelantar un préstamo solo porque se lo pidas? ¿Quién te crees que eres?
—¿Son suficientes cincuenta mil? —Emma sacó su móvil—. Mi compañero de clase acaba de ser nombrado presidente del banco. El dinero debe llegar en cualquier momento.
—Eso es suficiente. —Edgar parecía bastante temeroso de repente—. ¿Qué pasa si la empresa fracasa? Tengo que pensar qué puedo usar como garantía.
Emma estaba a punto de decirle que ella correría con los gastos si su empresa fracasaba cuando de repente sonó su móvil. El número que aparecía en la pantalla era desconocido. Respondió la llamada.
—Café Anochecer. ¿Qué desea pedir?
—Su hijo está conmigo —respondió una voz helada.
—Qué estafa de aficionado. No voy a caer en eso.
Emma colgó la llamada y se disponía a reanudar la conversación con su hermano cuando el móvil volvió a sonar.
—Oye, estafador, escucha...
—¡Habla Abel Rivera!
Emma estaba a punto de gritarle al «estafador» cuando escuchó su nombre. Su corazón se detuvo por un momento. ¡Abel Rivera! Por fin había aparecido. Habían pasado cinco años desde que dio a luz a sus hijos, ¡y aún no tenía la menor idea de cómo era! ¿Se parecían sus hijos a él?
—¿Dónde estás? —El tono de Emma era frío.
A Abel no le gustó nada que lo confundieran con un estafador. Con frialdad, respondió:
—Su hijo tenía hambre. Ahora mismo está comiendo en el Burger King que hay junto al aeropuerto.
Solo entonces se dio cuenta Emma de que su hijo mayor ya no estaba arriba. El mocoso había vuelto a tomar cartas en el asunto. Terminó la llamada de inmediato y le tendió una mano a Edgar, exigiéndole:
—¡Dame las llaves del Phaeton ahora mismo!
—¿Para qué quieres mi viejo auto destartalado?
—¡Tengo una emergencia!
Emma le arrebató las llaves a un Edgar poco dispuesto, volvió a tirar el delantal y salió corriendo por la puerta. Cuarenta minutos después, tras recorrer la autopista a toda velocidad, llegó al Burger King del aeropuerto. Cuando abrió la puerta de cristal, vio a Hernán sentado en una de las mesas, comiendo alegre su hamburguesa. Le colgaban las piernas y las balanceaba despreocupado.
A su lado estaba sentado un hombre imperioso vestido con un traje negro, su presencia era tan imponente que casi hizo que Emma cerrara la puerta y retrocediera despacio. Sus cejas se arquearon un poco. El hombre parecía medir al menos un metro ochenta, y su físico parecía indicar que podría haber recibido entrenamiento en las fuerzas especiales del ejército. Era tan apuesto y se comportaba con aire aristocrático. Después de todo, sus hijos habían heredado los genes perfectos de su padre, no era de extrañar que todos sus hijos fueran tan guapos.
—¿Es usted la madre de este chico?
Abel fue el primero en hablar. Para ser justos, desde el momento en que vio lo guapo que era Hernán, ya esperaba que la madre del chico fuera bonita, pero no esperaba que fuera tan hermosa. De hecho, decir que era demasiado hermosa no sería una exageración. Abel nunca se había sentido conmovido por ninguna mujer hermosa, pero no podía negar que la belleza de aquella joven lo había dejado perplejo durante una fracción de segundo.
—¡Sí, Señor Rivera!
—¿También le enseñaste a gritar papá a todos los hombres de la calle? —Abel le sonrió en burla.
—¡Solo hay un hombre que es el papá de este niño! —replicó Emma—. ¡Abel Rivera, el hombre que me lanzó una tarjeta bancaria con diez millones hace cinco años, a principios de otoño, en un día lluvioso en el Gran Hotel de Esturia!
—Parece un capítulo de una novela romántica barata —respondió Abel con una sonrisa burlona—. ¡Pero no estoy de humor para escuchar tus cuentos de hadas!
—¡Abel Rivera! —Emma estaba furiosa—. Me dejaste embarazada, ¿y ahora vas a eludir toda responsabilidad?
—Señorita —dijo uno de los guardaespaldas, impidiéndole el paso—. El Señor Abel ha estado en el extranjero los últimos años. Debe estar equivocada.
—¿Hay otro Abel Rivera en Esturia que pueda permitirse el lujo de tirar una tarjeta bancaria con diez millones en su cuenta, así como así? Si no eres tú, ¿entonces quién más podría ser?
—Tal vez ese hombre recogió la tarjeta en la calle —dijo Abel encogiéndose de hombros y haciendo un gesto indiferente con la mano.
Emma se sorprendió. Lo que Abel decía era sin duda posible y no una exageración, y no es que ella no hubiera pensado antes en esa posibilidad. Sin embargo, ¡todos sus hijos se parecían a él! No obstante, eso no probaba nada.
De repente, Emma se lanzó hacia adelante. Los guardaespaldas trataron de bloquearle el paso, pero ella se apartó y los esquivó, terminando al lado de Abel. La expresión de los guardaespaldas se endureció y estaban a punto de abalanzarse sobre Emma cuando Abel levantó la mano para detenerlos. Extendió la mano y tiró de Ella, haciéndola caer de cabeza en sus brazos. Con una mano alrededor de su esbelta cintura, su expresión se ensombreció.
Emma era como una zorrita escurridiza, se zafó de sus brazos en un santiamén. Al mismo tiempo, alargó la mano y arrancó un cabello de la cabeza de Abel con gran facilidad con las yemas de sus finos dedos. Abel entrecerró los ojos y preguntó con frialdad:
—¿Qué crees que intentas hacer?
—Voy a mandar esto a hacer una prueba de ADN —respondió Emma con una sonrisa tímida.
—Así que tú también juegas sucio. Qué poca imaginación. —Abel se levantó y se quitó el polvo del traje, dándose la vuelta para marcharse—. Señita Linares, le devuelvo a su hijo. Le aconsejo que lo vigile para que no vaya por ahí llamando a gritos a su papá por todas las esquinas.
—¡Espera! —Emma bloqueó el camino de Abel—. ¿Volviste para casarte con Alana Lara?
—¿Qué tiene eso que ver contigo?
—Si vas a casarte con ella, aunque mi hijo sea tuyo, te dejaré en paz.
—¡No, no voy a hacerlo! —La cara de Abel parecía tallada en piedra—. ¡Alana Lara y yo no estamos unidos!
De repente, el móvil de Emma empezó a sonar. Miró la pantalla y se dio cuenta de que era su segundo hijo. Su corazón se detuvo por un momento. ¿Le había pasado algo a Edmundo? Rápido, se apartó y contestó a la llamada.
—Mami, ahora vuelvo a casa.
—¿Por qué?
—Mi profesora dijo que, si no vuelvo a casa, la guardería tendrá que cerrar.
Sin detenerse, Emma abrió de un tirón la puerta de cristal y salió corriendo. Los guardaespaldas tampoco pudieron detener su marcha. Hernán se sentó a la mesa, balanceando las piernas con despreocupación. Agitando su manita regordeta, gritó:
—¡Adiós, mamá! Conduce con cuidado, ¿vale?
—¡Señor Abel, lo sentimos! —Los guardaespaldas bajaron la cabeza, avergonzados.
—¡Todos ustedes la subestimaron!
Los guardaespaldas miraron al adorable, pero problemático niño sentado en la silla.
—Pero, ¿qué hacemos con este pequeño?
—¡Tiene nombre! —Abel sonaba un poco irritado. Se arrodilló y le preguntó—: ¿Cómo te llamas, jovencito?
—¡Hernán! Pero todos me llaman Sol.
—Hernán... Sol. Qué raro. Aunque suena bien.
—¡Gracias por el cumplido, papi!
—No me llames papi. No soy tu padre.
—¿Entonces cómo te llamo, papi?
Abel se quedó mirando al niño. Sin embargo, cada vez parecía más que iba a tener que llevarse al joven alborotador a casa. La madre del chico parecía muy despistada. Una sola llamada y ya había huido, dejando atrás a su hijo. Una vez que salieron del Burger King, nueve Rolls-Royce negros se abrieron paso por la carretera y se detuvieron enfrente. Abel levantó a Hernán con un brazo y se dirigió con él al segundo Rolls-Royce.
—¡Vaya, papá! ¡Tienes estilo! Eres casi de la realeza.
Hernán sabía cuándo halagar a Abel. Su expresión era exagerada y sus ojos oscuros brillaban. Parecía bastante adorable. La cara del chico era tan inocente y regordeta que Abel no pudo evitar dejar caer un beso sobre su mejilla. Era la primera vez que experimentaba una sensación tan cálida y tierna.
—¡Ejem!
Tosiendo para disimular su inusitado lapsus, subió al auto y se acomodó, recto e imperioso. Una vez más, su habitual expresión distante y altiva se apoderó de su rostro. Nunca le había gustado mostrar emociones, y no tenía intención de dejar caer su máscara a corto plazo, sobre todo delante de un pequeño bribón.
Hernán se quedó dormido en el asiento trasero, arrullado por el leve traqueteo del auto durante la marcha. Al principio, hizo todo lo posible por mantener erguido su cuerpecito, pero su cabeza empezó a hundirse cada vez más. En un abrir y cerrar de ojos, se deslizó hacia abajo y cayó contra Abel.
Abel quiso apartarlo, pero la sensación de la suave mejilla del niño contra su hombro fue como una revelación para sus sentidos. Una cálida sensación recorrió cada fibra de su ser. Sin pensarlo, alargó la mano y estrechó al niño entre sus brazos.
—Papá... huele bien...
¿A qué se refería? ¿Olía bien porque ahora tenía un papá, o se refería a lo bien que olía antes su hamburguesa? De alguna manera, Abel no pudo evitar sonreír. El guardaespaldas del asiento del copiloto miró por el retrovisor y se le puso la piel de gallina. ¿Era en verdad Abel Rivera aquel hombre cálido, afectuoso y bastante disperso?