Capítulo 4 Ahora los dos somos libres
Cuando amaneció al día siguiente, Francisca despertó en el amplio sofá del salón. Con movimientos sigilosos, luchó contra la incomodidad mientras se levantaba con cuidado para no despertar a Camilo. Después de vestirse, se dirigió hacia la mesa del comedor donde firmó el acuerdo de divorcio que yacía sobre ella. Antes de partir, dedicó una última y prolongada mirada al hombre que dormía profundamente en el sofá.
«Camilo, ahora los dos somos libres...», pensó con amargura.
Al retirarse de la mansión, su corazón se inundó de tristeza. Habían transcurrido tres años durante los cuales, a pesar de los esfuerzos de Felipe por instar a Camilo a pasar más tiempo en la mansión con ella para fortalecer su relación, el amor nunca floreció. Comprendía que una persona llena de resentimiento hacia ella solo conseguiría despreciarla más conforme pasara el tiempo.
Durante tres años había vivido sumergida en una ilusión, hasta que la noticia del embarazo de Elsa la despertó bruscamente de su ensoñación. Todo aquello no había sido más que un sueño suyo, pues el corazón de aquel hombre era algo que jamás podría alcanzar por más que lo intentara durante toda su vida - pertenecía a otra mujer. Francisca finalmente se había rendido por completo.
Cuando Camilo despertó, el reloj marcaba las diez de la mañana. A pesar del dolor que recorría su cuerpo, se incorporó decidido a enfrentar a Francisca.
«¿Cómo puede una mujer caer tan bajo? Me drogó hace tres años y ahora lo ha vuelto a hacer. Realmente jugó bien sus cartas con la familia Benegas. ¿Espera quedarse embarazada echándome algo en la bebida?», pensó mientras dejaba escapar una risa fría.
Tomó su teléfono para llamar a su ayudante.
—Ve a comprar una píldora anticonceptiva para Francisca. Asegúrate de que se la tome —ordenó.
Al escuchar la petición, el asistente quedó momentáneamente atónito. «¿Francisca? ¿Píldora anticonceptiva?». Comprendió que acababa de ser testigo de un cotilleo estremecedor.
El mayordomo, quien siguiendo instrucciones de Francisca había permanecido apostado en la puerta principal desde temprano, observó a Camilo salir con un aura amenazante.
—¿Has visto a Francisca? —preguntó Camilo.
El mayordomo, notando la palidez en el rostro de su señor y sintiendo una oleada de temor, respondió presuroso:
—Señor Zárate, la señora se marchó antes del amanecer y se llevó su equipaje...
La noticia dejó a Camilo completamente desconcertado. La irritación volvió a invadirle - una mujer hasta entonces dócil y obediente había perdido repentinamente el control.
—No hace falta que vengas a partir de mañana —espetó al mayordomo con una fría mirada. Si la ausencia de Francisca pasaba inadvertida, no tenía sentido mantenerlo.
Ya en su automóvil, Camilo encendió un cigarrillo. Mientras el humo se disipaba en el aire, una sonrisa gélida se dibujó en sus labios.
«¿De verdad cree Francisca que puede entrar y salir de la familia Zárate a su antojo?», pensó mientras sacaba el teléfono de repuesto del coche.
—Encuentra el paradero de Francisca y tráela de vuelta —ordenó tras marcar un número.
Desde el incidente con sus padres, Camilo se había visto forzado a madurar precipitadamente. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que experimentó la sensación de verse consumido por la ira. En aquel momento, era ajeno al hecho de que, a pesar de su constante deseo de que Francisca se divorciara de él rápidamente para dar paso a Elsa, su primera reacción al enterarse de su partida fue, sorprendentemente, querer traerla de vuelta. No permitiría que Francisca jugara así con él.
Mientras lo consumía una abrumadora sensación de irritación, su teléfono volvió a sonar. Sus ojos se ensombrecieron al reconocer aquel nombre familiar: era Elsa.
El recuerdo del encuentro íntimo con Francisca la noche anterior asaltó su mente. A pesar de haber estado drogado, aún podía rememorar algunos detalles. Los suaves sollozos felinos y los ocasionales suspiros ambiguos de Francisca quedaron grabados en su memoria, haciendo que todo pareciera increíblemente nítido en aquel momento.
—¡No! ¡Para! —se reprendió a sí mismo.
Camilo respiró profundamente antes de responder la llamada de Elsa. Notó que ella lo había llamado más de una docena de veces la noche anterior, todos sus mensajes preguntando por su paradero. Con impaciencia, frunció el ceño.