Capítulo 6 El director
Apenas sonó el despertador y me levanté, menos mal que me volví a dormir en seguida, recuerdo un poco que me quedé pensando en la llamada de Pedro y luego nada, me rendí en un sueño profundo. Me arreglé, tomé lo más rápido posible mi cartera, mis documentos impresos, me comí unos panecillos recién horneados que había puesto la señora Aíne en mi habitación como recibimiento y cortesía (no alcancé a probarlos el día anterior), y de inmediato salí a la parada del transporte que me llevaría a la zona centro de la ciudad.
Me vestí presentable, pero no exagerada, un suéter gris claro de cuello alto o cuello de tortuga, combinándolo con un abrigo gris oscuro (largo y de botones) que colgaba en mis hombros, pantalones ajustados de color negro y unas botas de tacón grueso, también de color negro. Siempre me han fascinado los abrigos largos de diferentes colores y las botas de todo tipo, han sido mi combinación favorita desde que tenía unos 15 años (tampoco soy de utilizar colores tan llamativos, soy más conservadora; pero los utilizo en ocasiones que lo ameriten).
Durante el trayecto, no desperdiciaba la oportunidad de distinguir todo el panorama, desde ya, intentaba conocer los posibles sitios que iba a visitar, por supuesto, también para distraerme y no hacer caso a los nervios que sentía.
Al llegar, quedé impactada, no es lo mismo verlo en fotos a contemplarlo personalmente: El museo en todo su esplendor ante mis ojos. Mi cuerpo sintió un escalofrío que me hizo latir el corazón más y más… con su estilo palladiano victoriano y con su magnífica rotonda abovedada, su cúpula y toda la cantidad de columnas de mármol, se me presentaba imponente y regio. Existían otras sucursales y extensiones del museo, pero esta, era especialmente de Arqueología.
Perpleja al entrar, recorrí casi que todos los museos de Chicago, de Londres, Edimburgo, Glasgow, Cambridge y más… de hecho, en mis tiempos libres, viajé a Francia para conocer el espacio donde reside la gloriosa Gioconda en el Louvre, así como el Museo Nacional de Arqueología, también fui a Holanda, para ver el Van Gogh y el museo de antigüedades en Leiden. Todos impresionantes y cautivadores, pero este… este no era para nada igual. Mi corazón lo sentía latir a mil por minuto, una sensación difícil de explicar. La asistente del director vino a recibirme y en ese momento ni le presté atención a su nombre.
— ¿Se siente bien señorita Coleman? —me preguntó ella.
— Sí… todo bien —sentí como me volcaban un balde de agua fría al escuchar mi apellido, recordé que nunca le di importancia a su origen, y mucho menos al de mi madre (Hall), después de estar al tanto de mi genealogía, fue que entendí que en Estados Unidos vinieron muchos descendientes de Irlanda a establecerse. Y ese fue el caso de los antepasados de mis padres, aproximadamente en el período del 1700.
— Entre por favor, tome asiento que el director O´farrell está por llegar —cerrando la puerta de la oficina.
Me senté, comencé a relajarme observando los objetos y obras pictóricas, el blazer azul oscuro puesto en la silla, así como carpetas, hojas esparcidas y libros abiertos que aún se encontraban en el escritorio, muestra de la recién permanencia de una persona que estaba resolviendo un asunto antes de dar una definitiva, y que, aun así, había dejado la orden de dejarme entrar.
— Buenos días, perdóneme la tardanza —viré la cabeza y, me sorprendió un hombre joven, con una camisa blanca de ligeras líneas de color gris, pantalón formal del mismo color de una muy moderna chaqueta tipo blazer, mangas a 3/4 y unos varoniles zapatos de corte italiano cuidadosamente pulidos.
— No se preocupe, solo llevo unos minutos acá —me levanté de inmediato y no me di cuenta que todos mis papeles se cayeron al suelo. El director se inclinó para recogerlos y con visible vergüenza también lo hice.
— ¡Oh no! ¡Qué pena con usted! Lo siento, no tiene que recogerlos, no tiene que hacerlo —en el afán nuestras manos se rozaron y fue inevitable paralizarme de nervios al mirarlo frente a frente, lo típico de una chica inexperta, eso que siempre solía ocultar, me vino a ocurrir justo en mi gran entrevista, de mi soñado trabajo.
— No tiene que disculparse, no me pesa —me dijo sonriendo y mirándome fijamente. Sus ojos azules perspicaces, su piel blanca, su cabello rubio oscuro y barba del mismo color bien definida. Era el típico hombre irlandés, pero elegantemente moderno. Al verlo tan de cerca me di cuenta que no era tan viejo como pensé.
— Gracias —bajé la mirada y con las manos temblando me levanté apresuradamente, para organizar las hojas en la carpeta, mientras él se iba a su escritorio.
— Licenciada e indudablemente Magíster Charlotte Coleman Hall, experta en el área de arqueología, con varios reconocimientos en el campo de investigación. Nacida en Boston, de 28 años de edad, soltera, sin hijos, vivió en Londres durante 9 años y desde ayer residenciada en nuestro país ¿Estoy en lo cierto? —me preguntó recostándose muy relajado en la silla, sin quitarme esa mirada intimidante, del jefe que está probándote.
— Sí señor —asentí con la cabeza—, así es. De todos modos, aquí le entrego mi documento de experiencia curricular en físico —todavía se podía notar cierto temblor en mis manos, trataba de ocultarlo, y más se me notaba.
— No hace falta, mi asistente me la dio impresa apenas usted la envió al e-mail —abriendo la gaveta para sacar una carpeta—. No se ponga nerviosa —me volvió a dar una ligera sonrisa—. Como debe saber, era necesario esta reunión previa, usted está muy bien recomendada así que, su trabajo comienza mañana.
— Se lo agradezco, deseaba laborar en este icónico lugar y mi aspiración, es cubrir todas las expectativas.
— Esto no lo hago con frecuencia, o digamos que no lo hago hasta ahora porque generalmente son personas que conozco directamente, sin embargo, abogué por usted ante la junta directiva y aspiro a que su aporte a este museo de más de 200 años sea de excelencia.
— Lo entiendo señor —le respondí, teniendo que ocultar, un nivel casi de terror en mi voz. Sus palabras y esa mirada intimidante que recorría todos mis movimientos, como si en sus pensamientos estuviese deseando que no tuviese recomendación para poder hacerme una entrevista más inquisitoria y así, averiguar mi vida; como si fuese poco, esa sutil sonrisa que se dibujaba en su rostro, me hizo dudar si estaba haciendo lo correcto al venir hasta aquí. En ese momento quería que se abriera un sumido y me tragara, especialmente por la inoportuna primera impresión que di, apenas él entró por esa puerta: estaba segura, que ese instante quedaría repitiéndose en mi mente todo el día, cual escena de película, a la que podía ponerle nombre: La tonta que dejó caer toda su documentación, frente al futuro y experto jefe intimidante.
— Bien, todo está listo. Le espero mañana —me extendió la mano para despedirse, sin dejar de sonreírse, ya en señal de mayor receptividad, supongo que tratando de que me sintiera en mayor confianza.
— Así será señor —apenas pude responder. Se hizo largo ese momento, su mano fuerte y firme unida a la mía, sentí una punzada de calor que fue tornándose como una suave calidez que recorría mi brazo y luego todo mi pecho, mi corazón latió rápido y tuve que apartarle la mirada y soltarme.
No sé si él se dio cuenta de lo que pasó. Al salir del museo decidí caminar lo suficiente hasta que se me quitará esa sensación. Primera vez que me sucedía. ¿Quién era ese hombre que me hizo sentir eso? ¿Qué me sucedió? ¿Habrá sido el nerviosismo de trabajar allí? No lo creo… sentí una fuerte conexión con él, bueno, no es para menos, esperaba un hombre mayor y de repente lo vi entrar tan joven, alto, con una contextura fuerte pero no exagerada (era notable que le gustaba hacer ejercicio); tenía un buen gusto, se veía formal pero muy moderno, un estilo sencillo y elegante. ¡Ah! Y no podía faltar su perfume, era exquisito, ¡Y vaya! Sus ojos, su sonrisa… era… era simple, pero perfecto. Definitivamente no era el hombre que me imaginaba. Creo, que una parte de mí se alegraba de haberme equivocado.
Después de caminar bastante y ver unos cuantos lugares interesantes, decidí llegar temprano a la residencia. Instalé mi portátil, comencé a investigar más del museo, tratando de encontrar información del director O’farrell… No decía mucho (como director apenas tenía unos meses), pero sí mencionaban que ha colaborado con varios proyectos culturales en instituciones gubernamentales a nivel nacional e internacional, además de haber participado en proyectos de investigación conjuntamente con la revista National Geographic. Estudió en una de las universidades más antiguas de Irlanda (1592) el “Trinity College Dublin”, obteniendo una licenciatura con Honores en Historia y Cultura Antigua y Medieval, además de dos maestrías, la primera de Estudios de Museos en la misma universidad y otra en la “Universidad de Harvard” en Administración de Negocios.
— ¡Vaya! ¿Qué edad tendrá? Se ve tan joven, ¿Estará casado? —hablándome en voz alta, como era mi costumbre cuando sabía que nadie me veía.
No encontré más nada de él, parecía que era intencional no colocar mayor información. No tenía redes sociales, no aparecía nada en Google, no había nada más… ¿Quién era este hombre? Surgía en mí una necesidad de saberlo.
Me acosté en la cama, escuché el teléfono sonar más temprano, era Pedro. No quise responder la llamada, debía descansar y me quedé dormida tan plácidamente, que lo último que recuerdo era pensar en el joven señor O´farrell al tocar mi mano.