Capítulo 4 Lo inesperado
Se escondía el sol, al salir de la biblioteca era mi costumbre caminar hasta la cafetería que estaba a solo dos cuadras, siendo un lugar que me servía de mucha reflexión para todo lo que había leído. Se había convertido casi en mi obsesión todos los jueves y viernes ir allí. Tenían una decoración con plantas, paredes de piedra y sus mesas eran de madera de pino con flores de todo tipo a medida que cualquiera se adentraba; además, al tener una terraza en el segundo nivel me hacía apacible mirar la altura de los árboles, el cielo y por supuesto a una distancia no tan lejana, observar las casas y edificios que se perdían en el horizonte… ¡Ah! Y no podía faltar el delicioso croissant acompañado de su reconocido café “amore”, el menú especial de la casa.
— Buenas tardes señorita, ya nos extrañaba que no la habíamos visto por aquí —me dijo la señora Carla.
— Ni cuenta tuve de la hora —sonriéndole— me entretuve con unos libros hasta que vi mi reloj.
— Adelante, suba, su mesa favorita se la tenemos reservada.
— Muchas gracias señora Carla, ¡Usted es maravillosa! —apenada, agradeciendo ese gesto que ella tomaba conmigo.
Era una señora muy noble y amable, supongo que debía de tener unos sesenta años, pero se mantenía tan juvenil y fresca, propio de las mujeres que pernoctan en sus espacios favoritos, viven llenas de paz, esa paz y sosiego que me inspiraba el lugar.
Todavía no tiene el año de inaugurado el negocio y ya se ha vuelto todo un éxito, va y viene gente como quiere. Ella me contó que su cafetería la tuvo muchísimos años en otro lugar, pero debido a situaciones personales se quiso mudar para esta zona. ¿Y yo?, agradecida de las “circunstancias” que la llevaron a establecer su negocio cerca de mi alcance.
— ¿Qué haces tan pensativa?
— ¡Oh rayos! ¡Casi me das un susto! —De un sobresalto me puse la mano en el pecho para poder calmarme.
— Ja-ja-ja- ja ¡Te encontré! —exclamó en su sorpresiva visita—. Me costó mucho que Annie me revelara tu lugar secreto.
— Pedro, no vuelvas a hacer eso, ¿Qué haces aquí?
— Quería verte —me dijo, sonriendo amablemente como siempre, sin quitarme la mirada de encima, y sentándose frente a mí e inclinándose hacia adelante colocando los brazos en forma de triángulo sobre la mesa.
— Sin chistes por favor —le dije inclinándome también, pero levemente hacia atrás para separarme un poco de la mesa sin perder mi postura.
— Sabes que no lo es.
— Del mismo modo, sabes que ya hemos hablado de esto antes.
— Lo sé —sin perder su sonrisa, ya más pícara y triunfante por haber dado conmigo.
— Entonces… no quiero tocar el tema —tomé mi taza de café y bebí mientras le aparté la mirada y la dirigí hacia los árboles.
— Lo que haces, me gusta demasiado, pero, bueno… —suspirando y bajando la cabeza— será ir al grano. Te conseguí que optes a un cargo en el Museo Nacional de Irlanda.
— ¿Cómo? ¡No me mientas! —de inmediato volteé, no pude contener el mirarlo con firmeza, pero en el fondo sentí que le estaba rogando que, aunque fuera falso, me mintiera.
— Tal como escuchas —me dijo con tono apacible—. Mi contacto te dará entrada, solo debes hacer una entrevista por motivos de protocolo y asuntos del consejo, y, al siguiente día, comienzas en tu nueva oficina —hizo una pausa—. En el área que te gusta: la arqueología.
— ¡Esto es increíble! Después de todos estos años tengo una oportunidad, y justo en el momento indicado ¡Pedro gracias! ¡Te lo agradezco mucho! ¡Tú eres testigo de cuánto quería esto!
— Exactamente, desde que llegaste a Londres, le has dedicado cada minuto de tu vida a superarte profesionalmente —me respondió explayando esa sonrisa de satisfacción y orgullo que siempre tuvo cada vez que le compartía mis éxitos.
No pude evitar extender mis manos para tomar las de él, y con la inmensa alegría que tenía en mi rostro no deje de agradecerle, de preguntarle más detalles del proceso y también de saber de él, de su familia y los planes que tenía con sus proyectos personales.
Desde que decidí viajar para estudiar en el Instituto de Arqueología de Londres, una de las primeras personas que conocí fue a Pedro. Siempre ha sido muy extrovertido, tiene un carisma que lo hacía sobresaltar en cada conversación, le gustaba saber de muchas cosas, abordar muchos temas y en lo posible platicar con todos en la facultad.
Coincidimos en más de una ocasión, con sus conocimientos de “historia antigua” debatíamos sobre las investigaciones que nos asignaban. Me fascinaba su inteligencia y audacia para profundizar en un argumento y fue lo que precisamente nos convirtió en amigos.
Éramos un grupo de cinco, muy unidos: Carol, que al estudiar “griego con latín” era muy escéptica y todo lo dudaba o lo cuestionaba; Fernando, un tipo normal que con su razonamiento analítico nos hacía ver el trasfondo de cada pieza artística y los hechos externos que influenciaron su creación, al estudiar la misma profesión de Pedro, se podían entender perfectamente. Por último (y no menos importante), estaba Annie mi compañera de clase, muy empática con referente a las decisiones psicológicas y emocionales que provocaron los cambios históricos a lo largo de los siglos y la carga generacional que llevaban los objetos arqueológicos de nuestros análisis. Con ella podía encontrar afinidad y durar largas horas conversando en el área del jardín de la universidad.
Cada uno se enfocaba en hacer lo mejor para cumplir sus asignaciones curriculares. El único que aparentemente se distraía y podía faltar a nuestras reuniones privadas “tipo club” era Pedro. No obstante, al cabo de unos meses descubrimos que sus ausencias eran a causa de que su cerebro perspicaz era débil ante una cosa: Las mujeres.
No eran de la facultad, ni les gustaba el arte. Las novias que Pedro buscaba (no pasaban de los seis meses) eran estudiantes de abogacía, de medicina, ingeniería y pare de contar. A veces, le jugábamos bromas con eso, pero él se reía, nos decía de sí mismo: “no tengo remedio, estoy condenado” y continuaba riendo.
Nos acompañábamos en todas estas experiencias, incluso en los momentos muy malos como cuando murió el padre de Carol, angustiándonos por lo desconsolada que ella estaba y nos prometimos a no dejarla sola; nos unía una gran fidelidad por nuestra amistad.
Al graduarnos, nuestros caminos se separaron, cada uno comenzó a ocuparse, lo que ocasionó un acuerdo entre nosotros: hicimos votos de vernos cada cierto tiempo.
Del grupo, Pedro fue a quien seguí viendo con frecuencia, en especial porque me mudé de apartamento y casualmente estaba a unas pocas cuadras de la casa de sus abuelos, en donde no era extraño verlo a él, visitándolos de vez en cuando los fines de semana.
Seguí estudiando y durante los dos años de mi maestría, Pedro me orientaba en muchas cosas, nuestro vínculo se hizo cada vez más fuerte, disfrutaba de su compañía y de su jocosidad. Hasta que un día comencé a notar que no me hablaba de su nueva novia (creo que era la novena) y me dijo que habían terminado desde hace meses y se encontraba emocionalmente tranquilo.
Todo esto lo recordaba a medida que caminábamos, siempre hemos tenido un tema de conversación, pero esta vez era diferente, me pareció el silencio más largo de mi vida. Éramos como dos extraños coincidiendo en la misma acera, en el mismo día y a la hora perfecta, pero sin siquiera mirarnos.
Al llegar a mi apartamento (la cafetería me quedaba cercana), tuve la sensación de salir de un intenso letargo. Nos miramos con una leve sonrisa y…
— ¡¿Qué haces?! —alejé mi rostro inmediatamente del suyo, me había sorprendido besándome.
— Lo siento, es que te pienso y no sé cómo manejarlo…Charlotte estoy enamorado de ti.
— Pedro, ya habíamos hablado de esto antes —me alejé de sus brazos que me habían entrelazado, y solo me sentía aturdida y confundida.
— Lo sé, discúlpame es que ahora te vas y… quisiera, pero…no lo sé…no puedo detenerte.
— No debes detenerme, mi mente no está para… ¡estas cosas! —le dije contundente— sabes que te conté lo importante que es esto para mí, es una oportunidad de crecer profesionalmente y de descubr… —corté mis palabras— bueno…quiero decir que es un sueño por cumplir.
— Quisiera saber qué tengo que hacer para que te quedes —me dijo con una expresión de melancolía en su rostro.
— Nada.
— Entonces… —haciendo una pausa— Cuídate. Aquí estaré si me necesitas —tomándome de las manos.
— Gracias, te aprecio mucho —Lo abracé fuertemente.
En sus ojos vi sinceridad. Pocas veces lo encontré con el rostro abatido, era muy bueno para disimular, con sus ocurrencias me hacía reír y…ese beso…sus brazos… ¡Cuán terrible me sentía de mi reacción!
Lo habíamos hablado hace un mes, cuando se le ocurrió la maravillosa idea de decirme: “me gustas”.
¿Por qué? Siempre lo vi como amigo y creía que nos comportábamos como tal. Éramos confidentes… Tampoco podía decirle que he esperado años para este momento, he dedicado cientos de horas a prepararme para poder desenterrar lo oculto… descubrir respuestas que desde la visita a mi tía Amelia me dejaron intranquila durante todos estos largos años.