Capítulo 10 Yo no la empujé
Al poco tiempo, los gritos de ayuda de Ámbar habían atraído a un grupo de personas del vestíbulo. Como Delfina había esperado, lo primero que hizo Ámbar tras ser rescatada del estanque fue interrogarla con lágrimas en los ojos:
—¿Por qué me empujaste?
Delfina frunció el ceño al ver los ojos de reproche de la gente que la rodeaba. Sin embargo, con tanta gente mirando, había que explicar lo que había que explicar. Sacudió la cabeza mientras lo explicaba con lenguaje de signos.
—«Yo no la empujé».
Ámbar, la única persona en la escena que podía entender lo que estaba queriendo decir, se rio en su interior. Fingió estar sorprendida y respondió en voz alta:
—¿Has dicho que me odias? Delfina... ¿Por qué ibas a odiarme? Somos hermanas de sangre... ¿Cómo puedes ser tan cruel?
La expresión de Delfina se volvió fría, pues Ámbar había distorsionado por completo el significado de su explicación. A juzgar por las peculiares expresiones de quienes la rodeaban, era evidente que habían creído las mentiras de Ámbar. Gracias a éstas, todos los habitantes de la Residencia Echegaray sabían que Santiago amaba a Ámbar, pero acabó casándose con Delfina, la que había tramado casarse con él. Como resultado, aborrecían a Delfina y simpatizaban con Ámbar. Además, esta última se ganaba su favor con sus melosas palabras.
—Tal y como yo lo veo, lo hizo porque tiene envidia de la señorita Ámbar.
—¡Qué mujer tan viciosa es! Incluso le puso la mano encima a su hermana.
—Da pena por fuera, pero tiene un corazón tan perverso.
Ámbar se sintió engreída en su interior al escuchar los comentarios que la rodeaban, sin embargo, fingió parecer agraviada mientras se dirigía a Susana.
—Lo que ha pasado no es lo que usted cree, señora Navas. Mi hermana no lo hizo a propósito.
Los ojos de Susana eran penetrantes como cuchillos mientras regañaba a Delfina con dureza:
—¡Qué mujer tan deshonesta y viciosa eres! Una mujer como tú no tiene que seguir en la Residencia Echegaray.
Ámbar incluso echó más leña al fuego al decir:
—Por favor, deje que mi hermana se vaya, señora Navas. Yo la comprendo. Si no fuera por mi repentina visita, no habría sido provocada hasta el punto de hacerme esto.
Delfina puso una mirada aún más fría al escuchar lo que todos habían dicho. ¿Cómo no podía entender el propósito de Ámbar al hacer esto? Simplemente quería alejarla de la Residencia Echegaray, y Susana, que justo tenía la misma idea en mente, le siguió el juego. Las dos mujeres congeniaron al instante al aprovecharse la una de la otra.
Sin embargo, ¿cómo iba a dejarse convertir en chivo expiatorio? Sacó el bolígrafo y el papel que llevaba en el bolso y escribió:
—Quisiera solicitar que se revisen los vídeos de vigilancia para demostrar mi inocencia.
Sin embargo, Ámbar no se puso nerviosa en absoluto, sino que se envalentonó con el apoyo de Susana.
—No te culpo, Delfina. Admítelo. Aunque hagas revisar los vídeos de vigilancia, sólo conseguirás que te humillen aún más.
Justo entonces, la señora Dávalos intervino:
—La cámara de vigilancia está rota, señora.
Susana miró a la señora Dávalos y asintió. Mintió entre dientes:
—Así es. Lleva varios días rota. El técnico vendrá a arreglarlo mañana.
De repente, a Delfina le entraron ganas de reír. Estaba claro que se trataba de un montaje de lo más barato. Estas mujeres eran de familias ricas y distinguidas. Por muy astutas que fueran, era imposible que fueran incapaces de contar lo que en verdad había sucedido y, sin embargo, ignoraban la verdad a propósito. Era muy probable que tuvieran las cámaras de vigilancia apagadas de antemano, por lo que no tenían nada que temer. No era que Ámbar hubiera conseguido tenderle una trampa, sino que todos los presentes nunca la aceptaron. Para ellos, no importaba si tenía razón o no. Lo único que importaba era que sólo Ámbar era digna de Santiago, y ella, una muda, no lo era.
Al principio, Delfina pensó que Ámbar era la única persona que estaba detrás de este montaje, pero no esperaba que todos en la Residencia Echegaray se aliaran con su hermana y la tuvieran como objetivo. «¿Quizás esto ha sido premeditado?» pensó para sí misma.
Resultó que Delfina tenía razón. Susana se aprovechó de la situación y le exigió:
—Ahora que has hecho algo tan malo, es inútil que lo expliques. Debes disculparte con Ámbar.
Las manos de Delfina se cerraron en puños a los lados. Al fin y al cabo, una disculpa sería una confesión de maldad en una forma diferente. Ahora mismo, estaba soportando las miradas despectivas de todos como una condenada. Respiró profundo, miró a todos con dignidad y anotó su postura.
—«¿Por qué debo disculparme por algo que no he hecho?»