Capítulo 10 Peligro al volante
Días después, Karen reconoció que no supo manejar la situación con Serena. Oscar se recargó en el auto azul de la mujer y la escuchó con atención.
—Creo que no debí llegar con ella demandado respeto por los derechos de Tomy, si yo fui la amante... —señaló con falsa pena, mirando al hombre de overall.
Sentía una especie de atracción y repulsión por él que no podía explicar. ¿Por qué tenía que ser un miserable mecánico?
—Entonces, hay esperanza —respondió la voz gruesa del hombre.
—Eso quiero creer —musitó Karen con una sonrisa—. Tampoco puedo evitar el sentimiento de rabia que me invade cada vez que la veo —terminó estallando, cambiando rápidamente de ánimo.
—Supongo que para ella tampoco es fácil —insistió Oscar en algo que ya le había señalado.
—Serena no demuestra nada de emociones. Ella no siente nada. Siempre está en calma, acechando, y de pronto, ¡suelta todo su veneno!
—Una muy buena razón para ser prudente.
—¿Y si no puedo contenerme, Oscar? —dijo ansiosa—. ¿Si no puedo controlar las ganas que tengo de arrancarle la cabeza? —mostro su lado rencoroso al hacer el ademán—. Porque apenas pienso en ella, recuerdo que con solo mover un dedo podría salvar a Tomy y no quiere... —apretó los puños con ira.
—Karen, intenta ponerte en su lugar… no para que te genere empatía, que ya ví que no va a pasar, sino para que sepas cómo piensa y cómo puedes acercarte sin volver a terminar en un problema mayor.
—¿Cómo puedes pedirme éso? —lo miró echando chispas—. ¿Acaso ya la viste y te impresionó con todo el lujo que la rodea? —le reprochó con un grito que atrajo la atención de los demás mecánicos.
Oscar se irguió. Le molestaba ésa actitud altanera e irrespetuosa.
—Sabes que no la conozco —respondió acercándose a ella, controlando apenas lo incómodo que fué su reclamo.
—¡Pues pareciera que sí!
Oscar la tomó suavemente por los hombros.
—No discutas conmigo, solo quiero ayudarte a conseguir ése apoyo, no importa que después se lo regresemos.
La hermosa morena se tranquilizó. Se mostró apenada, lo miró con aparente arrepentimiento hasta que vió el rostro masculino suavizarse. Enseguida, lo abrazó.
—Lo siento, no debí gritarte.
Frank se les quedó viendo y desde lejos se burló de su amigo. Oscar ignoró el movimiento de cabeza burlón. No importaba lo que pensara, lo único que deseaba era que Tomy estuviera sano.
Rafael vió a Serena salir de la casa seguida de una chica del servicio quien la protegía de la llovizna con una sombrilla tan negra como las nubes que había en el cielo. La joven viuda frunció el ceño al ver que el cabello canoso de su chofer estaba húmedo. El viejo quiso bajar la mirada cuando la endurecida expresión de la joven se posó sobre él.
—Buenos días, señora —saludó parado junto a una Lincoln.
—Deme las llaves, Rafael —ordenó Serena, sin emoción—. Hoy manejo yo.
—Pero señora, no es automático.
—¡Ya sé que no es automático! —replicó enfadada.
—Puede ser peligroso para usted conducir con éste clima —señaló indeciso entre darle las llaves o convencerla.
—Rafael —se le acercó amenazante y le advirtió: —Usted y sus virus son un peligro para mí. Deme las llaves.
—Me siento bien —respondió el viejo, intentando a duras penas controlar la comezón en su garganta.
—Escuché su molesta tos toda la noche, así que se imaginará que no me dejó dormir —le hizo ver sin perder el gesto serio—. Entonces, obedezca porque de lo contrario, créame que no querrá verme molesta.
La chica de servicio lo miró con preocupación y le suplicó con la mirada que hiciera caso. Rafael buscó las llaves de la lujosa camioneta, en el bolsillo de su pantalón.
—Pero señora... —musitó aún, tentando su suerte.
Serena le arrebató el llavero de la mano cuando se lo ofreció.
—Ahora váyase —le ordenó apretando el bolso rectangular bajo el brazo—. Llévatelo Cira —miró a la chica de servicio—. No quiero verlo rondando por la casa cuando regrese, y tampoco quiero enterarme de que anduvo por allí esparciendo sus microbios.
Rafael miró a la hermosa mujer. Ese día, lucía especialmente bella con ese vestido esmeralda y el cabello recogido.
—Usted manda —terminó aceptando su decisión, liberando al fin esa tos que le moelstaba.
—Y no lo olvide —respondió ella, encaminándose sobre los altos tacones hacia la puerta del conductor.
Nuevamente estacionada, frente al lujoso edificio, estaba la camioneta de Oscar, quien desde allí podía ver la imponente entrada principal, una gran fachada de cristal.
—Ahora entrarás e irás directo con la secretaria.
—Si, pero... —Karen miró su reloj de pulso—. Aún es temprano y ella llega después de las nueve. Esperaré un poco más —dijo mirando a la calle—. Serena nunca entra por el estacionamiento, Rafael la deja por aquí.
Oscar frunció el ceño.
—Tal vez ya llegó.
—No lo creo. Aunque podría ser... —murmuró insegura y abrió la puerta—. Iré a su oficina.
Karen no lo invitó a acompañarla, tan solo bajó en medio de la llovizna y corrió al interior. Oscar esperó diez minutos hasta que la lluvia cesó. Bajó de la Land Rover y subió a la acera. Estaba aburrido hasta el bostezo.
Escuchó varias bocinas de autos sonar una y otra vez. Sintió curiosidad por saber a quién le tocaban el claxon con tanto entusiasmo.
Levantó las cejas viendo al culpable. Era el chofer de una lujosa Lincoln dorada. Evidentemente conducía muy mal, pensó al escuchar los mortales cambios de velocidad en un vehículo standard. Era afortunado por no estar detrás o adelante de esa camioneta, pensó metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón. Sonrió, sintiendo pena por el pobre chofer abucheado, pero más por quienes lo rodeaban.
—Qué inconsciente —musitó con la vista fija en el vehículo.
Suspiró y bajó la cabeza un instante. Miró sus botines de cintas. Cuando levantó la vista, su expresión cambio radicalmente. El gesto en su rostro se congeló. La Lincoln había girado en la esquina. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La gran camioneta se empezó a pegar demasiado a la acera y avanzaba en una dirección.
Oscar tuvo un mal presentimiento. Iba a volar por encima de su auto, ¿verdad? La respuesta dolorosa fué un rotundo no. La Lincoln trató de retomar el carril central, pero...
—No —gimió bajo. Iba a pasar demasiado cerca de su auto—. No —repitió con la mirada fija en la cosa dorada.
Meneó la cabeza, repetidamente; luego reaccionó al ver que el chofer no tenía intención de detenerse. Buscó las llaves en su bolsillo y no estaban.
—¡Oh Dios, oh Dios! —dijo tocándose el cuerpo una vez más. ¡Dónde rayos había dejado las malditas llaves!