Capítulo 5 Enemigas
Si no fuera por la ayuda económica que recibía de un hombre que la veía como una pobre mujer, que necesitaba ser cuidada y protegida, no sabía que sería de su vida en ésos momentos. Suspiró ansiosa. Era una pena que se tratara de un miserable. Y no se refería al que ahora la conducía a la oficina de su enemiga. Miró de reojo a Oscar.
Ian Sallow era uno de los contadores del negocio. Esa mañana quiso ver el estado de cuenta de los hoteles, más unas facturas que le mencionó. Pronto vendría la época vacacional fuerte y tal vez habría necesidad de emprender una gran campaña publicitaria a nivel nacional. Necesitaba estar segura de contar con los recursos suficientes.
Serena sabía que no sería fácil mantenerlo a una distancia prudente cuando vieran los números en el ordenador. El muchacho era bien parecido, muy alto y serio. Pero, después de aquel nada estimulante encuentro que tuvieron, a Serena ya le parecía una piedra en el zapato. Pronto vería la manera de enviarlo a alguna sucursal fuera de la ciudad.
Ian, después de saber que Eugene había muerto, volvió a insistir en acercarse. Estaba tentando su suerte, le había advertido Serena con una mirada hostil, mas él insistía y se acercaba cada vez que surgía la oportunidad.
Jamás debió probar con él que era una mujer incapaz de sentir. Fué una tarde en la que tuvo un ataque depresivo y al calor de un whisky doble se equivocó rotundamente. Ese chico de suaves modales guardaba un volcán a punto de erupción. Jamás se dió cuenta de su interés por ella y mucho menos le prestó atención porque sabía que era casado.
Fué toda una revelación. Serena se recargó ese día en el respaldo, cuando él se acercó. Lo sintió, pero no se movió. Depositó una caricia cerca de sus labios y cuando Serena puso una mano en su pecho, se lanzó sobre ella y quiso comérsela, porque aquello no podía catalogarse como un beso. Fué tan asqueroso sentir su lengua y su saliva mojándole la boca, las mejillas. Cuando llegó a su oreja, lo apartó furiosa. Su ansiedad y arrebato la llevaron a vomitar al inodoro. Cuando regresó, le ordenó que se marchara.
Estuvo a punto de despedirlo, hasta que lo vió llorar como un niño. Le rogó de rodillas que no lo hiciera y contra su voluntad aceptó. Los hombres eran unos animales que la hacían amar el celibato. Nunca pensaban en las necesidades de su mujer, solo buscaban la propia satisfacción.
—Necesitamos ver éstas cuentas —dijo Ian señalando sobre el documento.
Serena percibió que se acercó de más sobre su hombro.
—¿Trajo las facturas?
—Claro.
Serena comenzó a revisar.
—¿No veo nada extraño?
—Hay una salida... —se inclinó sobre su hombro aún más y ella se recargó del lado opuesto para poner distancia.
—No hay necesidad de que esté parado aquí —expresó directamente—. Tome asiento —le señaló una silla frente al escritorio.
—Serena...
—Señora Hassel —lo corrigió con firmeza—, dese prisa Ian, quiero retomar mi agenda cuanto antes y me está retrasando.
Su dureza le dolió, notó ella sin pesar.
—Lo siento, pero es importante hablar —insistió el muchacho siendo obediente.
—Ya le pregunté qué ocurre con esa cifra —le recordó en tono áspero.
—En realidad, no quería hablar del dinero —musitó tomando asiento lejos de ella.
—No sé por qué lo sospeché. Usted sabe que entre nosotros no hay nada personal y si lo hubiera usted ya no estaría trabajando.
Sus palabras fueron una clara amenaza.
—Te amo... la amo.
Serena lo observó un instante.
—Yo también me amaría si tuviera tanto dinero.
—No es por éso y lo sabes —extendió una mano hacia su antebrazo.
—¡No me toque y deje de tutearme! —se sacudió su roce.
—Mi amor por ti... por usted...
—Es usted un hombre casado —le recordó asumiendo una pose de poder tras la mesa. Elevó su delgada figura montada en altísimos tacones y apoyó las palmas sobre el escritorio para observarlo desde arriba—. Y con una mujer peligrosa.
—Martha no volverá a molestarla, lo juro.
Ian recordó que seis meses atrás, su errática mujer apareció en la oficina gritándole a Serena que era su amante, que si no lo dejaba, la mataría. Actualmente se encontraba medicada y más tranquila.
—Eso espero, porque para la siguiente, tendré que tomar medidas drásticas.
—Le juro que no... yo... le pediré el divorcio.
Serena se enderezó, tenía que poner mayor distancia entre ellos.
—¿Divorciarse?¿Para qué?
—Quiero estar con usted.
—¿Y yo para que lo quiero? Usted no es mi tipo —respondió recordando el testamento.
Se rodeó con los brazos, empezó a refrescar. Caminó lentamente al ventanal por donde veía la fuerte lluvia caer.
—Serena, podemos intentarlo.
—No... —dijo concentrándose en el sonido del agua, mirando cómo la lluvia, golpeaba los cristales. Parecían lágrimas deslizándose en el rostro.
Su pecho sintió un fuerte dolor al ver esa imagen. Se apretó los brazos y su semblante se volvió de piedra. Era momento de echar a ese atrevido. Regresó al escritorio.
El intercomunicador sonó y Serena regresó a su presente.
—¿Qué ocurre, Sheyla?
—La señora Karen Biel está aquí, pero no tiene cita.
Serena entrecerró la mirada. ¿Qué era más molesto, Karen o Ian? Difícil decisión y una sola respuesta para ambos.
—Ian ya se va, en cuanto salga, hazla pasar.
—Serena —musitó Ian suplicante.
—Esto es importante —respondió mirándolo con indiferencia.
—De acuerdo —su voz respondió en un tono apagado. Se sentía menospreciado una vez más—. Sé que no es verdad, porque jamás recibe a nadie sin previa cita.
—¡Ian, soy la dueña de este negocio, en el que usted es un simple empleado! ¡Olvide lo que ocurrió! ¡No fué nada que valiera la pena! ¡Usted está muy lejos de ser mi hombre ideal!
—Pero...
—Fué un gran error de mi parte —reconoció—. Y como adultos que somos, éso se queda en el pasado.
Karen no esperó mucho para entrar. Respiró profundamente antes de poner un pie dentro de la oficina de su rival y enfrentarla.
Al verla detrás de su enorme escritorio, recordó una vez más porque Eugene Moore la eligió como esposa. Serena emanaba autoridad, poder y elegancia de forma natural, algo de lo que ella carecía. Aún así, Karen podía presumir que fué la única y verdadera mujer de Eugene, la única capaz de darle un hijo.
Serena la miró con el rostro completamente inexpresivo, aunque en su interior bullía un intenso deseo: matarla. Jamás olvidaría que Karen fué cómplice de un gran dolor.
—Buenos días, Serena —se acercó a una silla frente al mueble.
—Siéntate —ordenó y Karen así lo interpretó. No era una invitación amigable y tampoco podía reprochárselo.
Contuvo su incomodidad y obedeció.
—Gracias.
—¿A qué viniste?
—Quiero hablarte de Tomy, mi hijo... el hijo de Eugene.
Serena sintió el golpe bajo. Debía contener la rabia de verla, y ahora la de que le recordara que la infidelidad de su esposo tuvo consecuencias.