Capítulo 1 El testamento
La delgada y frágil figura de Serena Hassel estaba sentada, erguida en la silla frente al gran escritorio de caoba. No había emoción alguna en su rostro al escuchar atenta al notario de casi sesenta años que leía el testamento de Eugene Moore.
Estaba tan quieta que su respiración apenas era evidente. Lucía perfecta, como una estatua de marfil, con su elegante vestido negro de corte recto, largo bajo la rodilla, sin mangas y cuello redondo.
Las manos perfectamente manicuradas y las uñas pintadas con esmalte transparente, descansaban entrelazadas sobre los muslos; el cabello castaño recogido en un chongo bajo, le daba un aire de clásica distinción a su ya de por sí elegancia nata.
El maquillaje de buen gusto que solía usar tan solo acentuaba aún más la belleza de su rostro. Sus ojos cafés, grandes e inexpresivos, veían a la nada. Era como si también hubiese muerto en vida, junto con el cuerpo de su esposo, quien fuera enterrado una semana atrás, en un cementerio particular de la ciudad de Chicago.
Apretó muy discretamente los labios al pensar en el hombre maduro, cuyo recuerdo había dejado de causarle náuseas.
La bellísima Serena Hassel, esposa del magnate hotelero Moore, a sus treinta años, acaba de enviudar, dijeron los titulares de diarios, televisión y revistas.
¡Cuánta gente hipócrita llegó al velorio a darle el pésame!
A la oficina corporativa se agregaron los mensajes y llamadas; aún cuando para nadie era secreto que dejó de vivir con Eugene mucho antes de que falleciera.
Supuso que todo era parte de un plan mediático para convertirla en una víctima más de las redes. Seguramente, en su infinita estupidez, más de algún ingenuo pensó que podría estar interesada en ser parte de ese grupo de títeres que se dejaban manipular por los medios de comunicación, para convertirse en seres casi etéreos. Y algunos otros comenzarían a verla como una mujer deseable, en todo sentido. ¡Imbéciles! Jamás la conocerían de cerca, mucho menos íntimamente. No sabían la clase de viuda que era.
Serena, como ése animal ponzoñoso, también mataba la dignidad de aquél que se atreviera a cruzar la línea de su espacio personal. Podía jactarse de ser una mujer que a su paso atraía las miradas de hombres y mujeres con ese porte altivo, distante, que la caracterizaba, por la elegancia natural que exudaba. Sobre todo, por el poder que había conseguido en los últimos años.
Sabía que, además del poder económico, se había hecho respetar en el ambiente de los negocios internacionales, donde por lo general eran magnates masculinos los que sobresalían y de mucha más edad.
Mas ella no era como cualquiera, y no cualquiera se atrevería a hacerle una propuesta amorosa, mucho menos indecorosa, sin recibir una de esas miradas que helaban el valor de cualquiera que se jactase de ser hombre, verdaderamente hombre.
Su carácter duro y dominante era bien conocido. Pocos tenían el valor de acercarse a más de medio metro de distancia y quien transgredía la norma de separación, recibía primero una mirada de desprecio infinito, seguida de alguna amonestación poco delicada. Allí era donde la mordacidad de su lengua entraba en juego.
Era una temida mujer de negocios, y ningún miembro del sexo opuesto cuerdo, se atrevería a pasar por lo que vivió su esposo, quien fué abandonado en un hospital de poco presupuesto, hasta que el cáncer acabó con él. Éso decían.
Ninguna cuestión romántica era importante para Serena, mucho menos los mordaces rumores que corrían a su alrededor. Estaba demasiado ocupada dirigiendo una de las compañías hoteleras más prestigiosas del país, sin contar las franquicias que había logrado extender en el extranjero.
Eugene Moore tenía una semana de haber muerto y ahora, el calvo licenciado Jackson, leía las cláusulas que señalaban los pasos a seguir, para que Serena se hiciera cargo finalmente del negocio, en el que trabajó desde antes de graduarse, diez años atrás.
—Y en pleno uso de mis facultades mentales, solo una cosa le pido a mi adorada y fría mujercita —leyó el hombre reacomodándose los anteojos—. Para heredar absolutamente todos mis bienes, le ordeno, que en un plazo no mayor a seis meses vuelva a contraer nupcias —pausó esperando ver una emoción en ella. Nunca apareció.
—¿Qué? —inquirió Julia incrédula.
Serena, miró fugazmente sobre su hombro a la señora que había guardado silencio hasta ése momento. La misma que estaba sentada en una silla victoriana cercana a la salida. Se puso de pie y llegó al lado de la joven.
—¿¡Qué locura es ésa!? —cuestionó la hermosa mujer madura de cabello cano. Se ajustó el chal violeta, tejido, que cubría sus hombros.
—Siéntate tía, deja que el licenciado continúe —pidió la viuda con calma.
Julia quiso replicar, pero cuando su sobrina notó la intención, levantó una mano obligándola a callar. Conocía perfectamente a esa chica, o al menos trataba de comprenderla, y parte de ello era que tenía que volver a sentarse.
El licenciado Jackson las miró antes de que Serena le diera la indicación de proseguir.
El viejo se aclaró la garganta, reajustó los anteojos una vez más y posó la mirada en los documentos que tenía sobre el enorme escritorio de caoba, el mismo en el que ella tantas veces tuvo que tomar duras lecciones que ahora le habían forjado el carácter. No fué fácil convertirse en lo que era, pero tampoco le costó mucho aprender del maestro: Eugene, el asesino de almas, como lo llegó a llamar.
—En seis meses deberá estar casada, con cualquier hombre, —pronunció las palabras atento a las reacciones de la viuda —excepto con Michael Evans, quien fué un pésimo amigo —leyó echándole un vistazo, pues sabía de los rumores que giraban alrededor de la relación entre Serena y uno de los socios— y tampoco con el gato que tiene por contador, Ian Sallow, con quien pretendió engañarme —pausó para mirar a la joven, nuevamente sin éxito de hallarle la más mínima expresión.
Ésa mujer estaba en control absoluto de sus emociones.
Julia Hassel recordó a Michael, era un atractivo hombre de cuarenta y seis años, rubio entrecano. Tenía tiempo mostrando interés en su sobrina, pero ella siempre lo rechazaba y menospreciaba. Sentía pena por ese hombre.
Michael había sido discreto en su interés por Serena, pero cuando se separó de Eugene, le mostró públicamente a la chica sus intenciones y después de un muy fugaz intento de romance, ella lo terminó.
Ian Sallow, tenía treinta años, era un hombre tímido, con una gran pasión reprimida hacia Serena, quien tuvo un pequeño desliz con él, pero al igual que Michael, había sido desechado. Además, estaba casado y su mujer era una joven con problemas mentales.
Cuando Serena recibió la desagradable visita de Martha Sallow en la oficina, le dejó muy claro a Ian que debía controlar mejor a esa mujer enferma de celos y bipolar.
Julia estuvo presente cuando la mandó echar con seguridad.
—¿Alguna característica en particular deberá tener mi futuro esposo? —preguntó Serena retomando el asunto, como cualquier otro.
No le importaban los requisitos extravagantes de su marido, si con ello lograría cumplir su gran sueño. Uno que sentía merecer más que nadie.