Capítulo 3 Mujer imposible
Michael sintió la boca seca. Se llevó dos dedos al cuello para aminorar la presión inexistente en el cuello de su corbata. Luego continuó.
—Dame otra oportunidad, por favor —suplicó ansioso, sintiendo que se le iba la oportunidad de su vida para tenerla.
Serena miró la puerta corrediza de la sala y hacia allá se dirigió.
—Tuviste tu oportunidad —le recordó con más frío en la voz del acostumbrado—, no una, sino dos veces —lo miró sobre el hombro con menosprecio— y en ambas ocasiones tan sólo me confirmaste lo patético que eres —. Michael creyó que ya había terminado de insultarlo—. La primera vez fuiste un miserable y ruin remedo de hombre, pero te entendí —sonó cordial—. Hacía falta tener mucho valor entre las piernas para luchar por mí —se giró hacia él para mirarlo con infinito desprecio—. La segunda vez, decidí quitarte de una vez por todas la curiosidad y ayudarme a matar mis demonios sexuales —ya no ocultó su rencor por él—, pero lo que ocurrió fué tan vergonzoso, que al menos yo, tendría vergüenza de pararme aquí, minimo un poquito de dignidad para callar las estupideces que ya dijiste. Si fuera tú, no tendría cara para mirarme a los ojos.
Serena salió de la sala. Michael supo que tenía razón.
—Lo lamento —dijo con los hombros caídos—. Fuí un estúpido.
—No tienes idea de cuánto –convino Serena irguiendo su cuerpo, vestido con un suéter de cashmere negro y falda larga en corte A del mismo color. Sus tacones de diez centímetros se encaminaron a la puerta del despacho. Era una clara y directa invitación a marcharse.
Michael la siguió.
—Jamás pensé que me pasaría lo segundo —reconoció meneando la cabeza sin poderlo creer aún, pese al tiempo transcurrido—, aún soy muy joven como para tener problemas de ése tipo.
—No vamos a hablar de tu bochornoso desempeño —dijo la castaña extendiendo su mano hacia el picaporte.
—Estaba muy nervioso —se excusó Michael apoyando una mano en la puerta—, de pronto me dijiste que sí y... no pude —finalizó bajando la voz.
—Claro que pudiste —le recordó Serena, apartándose de él. Miró su cierre con sorna—. Tu oportuna disfunción eréctil tan solo me confirmó lo que ya sabía, que aún con mis rarezas, soy demasiada mujer para ti.
—Te pido otra oportunidad —suplicó nuevamente entrelazando las manos—, ésta vez será diferente.
—No —su respuesta fue tajante.
—Serena...
—No te deseo, Michael —dijo regresando a su escritorio a trabajar—. En realidad, nunca te deseé. Fué un tormento sentir tu cercanía, tu olor.
Su gesto menospreciándolo hirió al ejecutivo. Ésa mujer odiaba al género masculino.
—Fué un pequeño error.
—Fuiste precoz, muy precoz —le recordó—. Y gracias a éso, sigo conservando mi virtud intacta.
Michael se sintió ofendido, por tanta ironía.
—¿Y con Ian, sentiste algo?
Serena lo miró.
—Lo mismo que contigo —recordó sin entusiasmo.
La mujer se acomodó detrás del escritorio, poniendo esa barrera entre ambos.
—No te pongas celoso, sólo fué un...— hizo un leve gesto de desagrado con la nariz—, intento de beso. Nunca llegamos a nada.
—No te creo, he visto como te mira, está loco por ti.
—Tú y él no son diferentes. Lo supe cuando sentí la ansiedad con la que trató de besarme, pareciera que nunca había tenido a una mujer.
Serena se incomodó al recordarlo. Jamás debió beber tanto.
–A ti nada te satisface. Quizás por éso Eugene se consiguió una amante.
Sus palabras lograron que lo mirara con atención.
—Conoces mi historia con Eugene, ¿cómo te atreves a decir éso?
Michael la miró arrepentido.
—Lo siento.
—No acepto tu disculpa.
—Serena, es que cada día eres menos humana. Incluso como mujer dejaste de sentir.
—Y tú eres testigo de que realmente traté de salvar ésa parte. Pero lamentablemente confíe en el hombre equivocado —lo recorrió –, mejor dicho, en los hombres equivocados. Por otra parte lo agradezco, porque me hicieron recordar lo egoístas que son al tratar a una mujer.
—¡Tú tampoco eres un afrodisíaco en la cama! —replicó a su favor. Dando unos pasos hacia el centro del despacho—. No es nada fácil tratar de derretir a un iceberg.
Serena dejó de mirarlo. Se concentró en los documentos de una carpeta.
—Soy todo un reto ¿no?
—¡Por Dios! ¡Eres insufrible!
Ella lo miró.
—Eso intento, gracias— respondió regresando su atención a los papeles—. Adiós Michael, que tengas un buen día.
El clima nublado seguía, pero Rafael a sus sesenta y tres años se negaba a estar metido entre las cálidas cobijas como un venerable anciano. Aún tenía la fuerza suficiente para realizar su labor diaria. Tosió un poco mientras sacaba un pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo de lana. Eran siete treinta de la mañana, vestía un clásico traje inglés negro y esperaba la llegada de Serena.
La mujer salió puntualmente, vestida con un pantalón negro y blusa rosa fucsia de seda, bajo un abrigo largo de lana oscura. Los tacones de sus botines altos resonaron al descender por la escalinata enfrente de la enorme residencia. Era una construcción impresionante. Mas nunca tanto como la criatura que ahora se dirigía a él.
El viejo chofer guardó de prisa el pañuelo y se acercó a la puerta del Mercedes gris para abrirle.
Serena miró quisquillosa al chofer de nariz aguileña, cuyo rostro lucía ojeroso. Se dió cuenta de la manera en que se encorvaba para contener una molestia en la garganta.
—Buenos días, señora —la saludó conteniendo el deseo de toser.
—Buen día, Rafael.
—Luce hermosa con ese color —agregó, provocando que la bella mujer detuviera su ascenso al coche para darle una mirada intimidatoria.
La comezón en su garganta se tornaba cada vez peor. Aún así, le sostuvo la mirada.
—Gracias —respondió la ejecutiva, luego de su inspección, subiendo al coche en la parte trasera.
Había pasado un mes desde que se leyó el testamento y Serena no estaba consciente de lo rápido que pasaba el tiempo. Estaba muy segura de que conseguiría lo que quería.
Suspiró pensando en lo que le dijo su tía. Por fin era libre, pero aunque Eugene estaba muerto, podía sentir el peso de su recuerdo sobre ella.
El auto se detuvo en pleno boulevard y sintió curiosidad. Una mujer poderosa como ella debía tener cuidado y desconfianza de posible gente malintencionada. Aún así, nunca quiso tener seguridad privada. Le parecía demasiado ostentosa.
El tráfico vehícular estaba varado.
—¿Qué ocurre, Rafael? ¿Por qué no avanzamos?
—No es nada señora, un coche se detuvo, parece que tiene problemas.
El Mercedes estaba dos autos atrás del coche averiado. Serena sacó su teléfono móvil y marcó a la oficina. De repente, escucharon la voz chillona de una mujer gritando en el carril derecho, desde algún auto.
—¡No te atrevas a bajar del coche! —gritó la desconocida.
Vieron una vieja Land Rover gris, estacionándose sobre la acera. Serena colgó la llamada cuando de ella bajó un hombre que sobrepasaba el metro ochenta de estatura. Vestía jeans, una camiseta polo azul y una delgada chamarra que se empezó a quitar de inmediato. Serena se estremeció. Hacía frío y el desconocido, al que no podía verle el rostro, porque tenía la cara metida en la camioneta, se estaba quitando la ropa.