Capítulo 2 El marido perfecto
—Aquí lo menciona el señor Moore —respondió el abogado Jackson, señalando con el dedo en un renglón—. Para allá vamos —se aclaró la garganta, antes de continuar—. Deberá hacerlo con un don nadie, con alguien que le muestre un mundo opuesto a lo que ha vivido.
Serena hizo una sutil mueca con los labios. ¡Qué ingenuo resultó Eugene! Mientras, seguía escuchando las características del hombre que debía convertirse en su marido.
—Pretende que consiga un tipo burdo, tal como él hizo —empezó a divagar—. Eugene murió creyendo que no me había enseñado lo suficiente de su basura, por lo que veo —señaló, a la vez que recordaba a la amante de su marido—. Aunque, podría ser interesante —musitó más para ella misma. Se acomodó en la butaca de cuero y cruzó una pierna, poniéndose pensativa—, esa clase de personas son manipulables.
—Serena —suplicó Julia preocupada —. ¡No lo hagas!
—Tía, ¿no me conoces? —preguntó irónica, moviéndose en su dirección—. Soy alumna de Eugene Moore, mejor dicho, su única alumna. No voy a defraudar tantos años de adiestramiento. Mi despreciable marido, verá con satisfacción cómo cumplo con cada una de sus cláusulas. Estoy dispuesta a hacer lo que me pide. Si antes de morir pensaba que aún quedaba algo de la mujer que fuí, con ésto superaré sus expectativas.
—Señoras —intervino el abogado cuando Julia se puso de pie para hacerla desistir de su decisión—. Quisiera continuar.
—Disculpe señor, continúe —dijo Julia, sin perder el gesto nervioso. Esa vez no se sentó. Se cruzó de brazos y miró en otra dirección.
—Gracias —contestó acomodándose en el asiento, tras el escritorio ejecutivo de la biblioteca de la la viuda—. De ser cumplida mi voluntad, mi esposa obtendrá el control absoluto de todo mi dinero; pero, si ocurriera lo contrario, si no se casa, todo cuanto poseo irá a parar a manos de Thomas Biel, mi hijo no reconocido, y por obvias razones a manos de su madre: Karen Biel.
A Serena le bastó escuchar su nombre para ponerse tensa. Por fin, su rostro cobró vida. Se llevó una mano al estómago. Ésa ramera le revolvía el estómago.
—Ésa basura no tocará un solo centavo—aseguró con aparente calma—. Y el maldito de Eugene, se retorcerá en su tumba cuando me case —casi sonríe al pensar en el muerto metido en un oscuro agujero, siendo comido por los gusanos, sufriendo, padeciendo.
—Serena, olvídate del dinero. Ahora por fin eres libre.
La hermosa joven se incorporó, mostrando su muy delgada y estilizada silueta.
—El infiel y su zorra no van a reírse de mí —declaró ignorando al hombre—. Ambos se empeñaron en destruirme más allá de lo imaginable y pagarán por ello; primero Eugene, que ahora se está pudriendo en el averno, y ahora empezaré con ella, con Karen.
Para Serena la vida era una serie de transacciones, donde se negociaba por todo y se conseguía lo que se deseaba a cualquier precio. Pasando por encima de cualquiera.
Si Eugene creyó que le dejó viva una pizca de humanidad, a pesar de todo lo que le hizo, se equivocó. Ese cerdo asqueroso, y su puta, pagarían con lo que más amaban en la vida, lo mismo que ella había aprendido a amar ciegamente: el poder, el dinero.
Iba a disfrutar mucho destrozando la vida de Karen Biel y no solo la de ella, sino la del chiquillo que concibió con Eugene. Con ese niño se cobraría todo lo que le hicieron. Sabía lo que estaba ocurriendo con ese pequeño engendro. Después de todo, la vida sí era justa.
Se alejó de la butaca con la elegancia de una reina y caminó hasta la ventana cubierta por un largo cortinaje. Miró hacia afuera. El paisaje era bellísimo. Todo le pertenecía. Ahora solo faltaba hacerlo legalmente. Sonrió asomándose por la ventana.
Eugene Moore, prepárate para un segundo infierno. Karen Biel, por fin te llegó la hora. Te vas a arrepentir de haberme conocido. Jamás debiste entrometerte.
Sonrió escuchando como el abogado se retiraba mencionando algo de un pago al cual respondió con vaguedad.
Julia se acercó a su sobrina y se paró a su lado, para mirarla de frente.
—Serena...
—Déjame sola, tía.
—Lo que dijo el abogado es una broma ¿verdad?
—No, tía.
—Dejó una copia como se lo pediste.
—Perfecto. Voy a revisar.
—Serena...
—Eugene está muerto, tía. Ya lo dijiste. Por fin soy libre y próximamente seré inmensamente rica.
Michael Evans lucía decepcionado cuando le dijo las condiciones del testamento de Eugene.
—Entonces ¿no puedo ser candidato? —insistió en preguntarle, exhalando el humo de cigarro en la sala personal que Serena tenía a un costado de su despacho.
Se puso de pie nerviosamente, al ver como la hermosa viuda se concentraba en disfrutar del calor de la humeante taza de chocolate que tenía entre las manos.
Estaba sentada en el sillón color vino, de tres plazas, sin mirarlo. El día estaba nublado y frío. Michael se paseaba nerviosamente ante ella.
—Así es, más claro no pudo ser —respondió la joven mujer aspirando el vapor.
El nervioso empresario la miró dar un pequeño sorbo a su bebida. Nada parecia importarle mas.
—Qué mala suerte para ti —dijo del otro lado de la mesa de centro de cristal—. No podré ayudarte —dijo buscando el cenicero para apagar el cigarro que no había logrado calmarlo.
—Nunca pensé en ti como marido —señaló Serena, dirigiéndole una fugaz mirada con sus ojos cafés, enmarcados en largas pestañas.
Michael se tensó mientras restregaba la colilla en el recipiente. Esa bruja si que sabía lastimar su orgullo.
—¿Por qué no? Somos amigos — se atrevió a provocarla.
—Te conozco demasiado bien —señaló la mujer de negocios, echando el cuerpo hacia atrás.
—Precisamente por éso —insistió con una angustia que empezaba a colmar la paciencia femenina y el límite de tiempo que le permitía quitarle cada vez que aparecía.
La bellísima viuda acarició con el índice la boca de la taza, palpando la temperatura del líquido, perdida en un pensamiento.
—Sabes que te quiero —le recordó Michael rodeando la mesa, yendo a su lado.
—Quieres sexo —lo corrigió Serena con voz cansada.
Michael Evans la observó detenidamente. Era perfecta, hermosa, pero tan dura. No era una mujer fácil, ni agradable la mayor parte del tiempo, quizás por éso la deseaba tanto.
—Serena, es verdad que te deseo, pero también siento amor por ti.
—No te engañes, Michael —le dirigió una fugaz mirada imponente—. Ambos sabemos que es un capricho irracional solamente.
—Serena —musitó acercándose a medio metro de distancia, logrando que por fin lo mirara.
—Olvídalo —replicó, deslizando su figura hacia el frente con agilidad, para dejar su taza en la mesa de centro, la cual sonó contra el cristal, síntoma de que la estaba impacientando y que había sobrepasado su cercanía.