Capítulo 1 Mis hijos fueron secuestrados
—¡Ayuda!
Micaela sintió un aliento húmedo y cálido en la punta de su oreja mientras un hombre la sujetaba por detrás.
Al agitarse por reflejo, trató de liberarse de su fuerte abrazo, pero fue en vano.
Sus ojos rebosaban de miedo mientras su cuerpo se estremecía violentamente en señal de desesperación.
Había sido vendida por su propio padre.
—¡Déjame ir! —gimió antes de que su voz se apagara.
—No tengas miedo. Me aseguraré de asumir la responsabilidad —dijo el hombre en voz baja y ronca.
Sellando la boca de Micaela con su fuerte mano, el hombre procedió a hacer lo que quiso con su frágil víctima.
Nueve meses después, en una casa abandonada, se escucharon los llantos de un bebé.
—¡Señorita Carbajal, es un niño!
—¡Llévenselo de aquí!
Elisabet Carbajal, vestida con glamour, se quedó fuera de la sala de partos improvisada, pellizcándose la nariz mientras fruncía el ceño al ver la sangrienta escena que había dentro.
Una mujer de mediana edad que atendía en el interior gritó de repente.
—¿Qué ha pasado? —espetó Elisabet. Habiendo estado esperando a ese niño durante tanto tiempo, no podía permitirse ningún percance.
—¡Señorita Carbajal, son gemelos! —gritó la mujer mientras salía corriendo de la habitación, sujetando un par de recién nacidos en sus brazos—. ¡Y ambos son niños!
Elisabet lanzó a los recién nacidos una mirada de desagrado. Todavía cubiertos de vérnix y sangre, parecían dos patatas aplastadas.
—¿Por qué son tan feos?
Se preguntó si la familia Betancurt los rechazaría.
—Todos los bebés tienen este aspecto cuando nacen. Dentro de unos días tendrán un aspecto mucho más bonito —dijo la mujer. Era la comadrona que Elisabet pudo contratar con tan poca antelación.
—Date prisa y limpia todo. Tengo que llevármelos —ordenó, agitando la mano con displicencia.
—Claro. —La comadrona volvió a entrar en la habitación, dejó los bebés a un lado y empezó a limpiar el lugar.
Tras el agotador trabajo de parto, Micaela Jáuregui estaba tumbada en la cama, jadeando. Su cuerpo temblaba de indignación ante el insensible intercambio que se producía en el exterior.
«¿Quién es esta mujer? ¿Por qué se lleva a mis hijos...»
Fue entonces cuando otra aguda punzada golpeó su estómago. Apretando los dientes mientras empezaba a jadear, sintió como si hubiera algo más dentro suyo que intentaba salir. Mientras entraba y salía de la conciencia, su rostro estaba ahora tan pálido como una sábana.
«Mis hijos...»
—¿Has terminado? —preguntó Elisabet con impaciencia.
—¡En un minuto! —La comadrona se apresuró a cubrir a los bebés con edredones nuevos y se dispuso a salir de la habitación cuando notó que Micaela parecía estar mal.
—¡Señora Carbajal! —gritó.
—¿Qué te pasa? Trae a los bebés. Me voy ya. —Elisabet, que estaba a punto de explotar, sintió el impulso de amordazar a la comadrona.
—Señora Carbajal, hay cuatro... Hay cuatro bebés más. —La comadrona se quedó boquiabierta mientras salían más bebés del vientre de su madre.
Elisabet entró en la habitación. Los bebés de aspecto viscoso que yacían al lado de Micaela le provocaron náuseas.
—¿Es una cerda acaso? ¿Cómo ha podido concebir tantos bebés a la vez? —espetó incrédula, arrebatando los dos primeros bebés a la comadrona.
—Sólo me llevaré a estos dos. Deshazte de los cuatro restantes. Quémalos o lo que sea.
—Pero nos atraparán si los quemamos... —ahogó la comadrona con horror. «¿Qué tan inhumano sería eso?»
La mirada de Elisabet, teñida de un brillo siniestro, recorrió el cuerpo inconsciente de Micaela.
—Debe morir. Dásela de comer a las bestias. Asegúrate de que no salga viva. Aquí tienes cinco millones. Cuando todo esté arreglado, te daré otros cinco.
La cara de la comadrona se iluminó cuando sus ojos se posaron en la tarjeta bancaria que Elisabet tenía en la mano. La aceptó inmediatamente, sonriendo de oreja a oreja.
—Gracias, señora Carbajal. No se preocupe. Me encargaré de que no quede ni un solo rastro.
—Cuando todo se solucione, vuelve a tu pueblo en el campo y no digas ni una palabra a nadie, o si no... ¡Ya sabes de lo que soy capaz! —amenazó Elisabet.
Su voz apestaba a maldad.
—Sí, sí. Lo entiendo.
Cuando Elisabet se fue, la comadrona llamó a sus hombres. Juntos, metieron a Micaela en una furgoneta junto con los cuatro bebés. Pronto, el vehículo partió hacia un lugar remoto donde dejarían a las desafortunadas almas.
Tomaron la precaución de amordazar a los bebés con trapos para que sus gritos no llamaran la atención. Privados de su principal forma de expresión, los bebés se retorcían inquietos junto a su madre con el rostro lívido.
Habían pasado unas horas cuando el conductor se dirigió a la comadrona y le dijo:
—¡Ahora, tíralos!
La mujer sintió que su corazón se aceleraba mientras la ansiedad la invadía.
—¿No se dará cuenta la gente?
—Tonterías, aquí no hay un alma. Será mejor que te des prisa antes de que aparezcan las bestias, a menos que quieras que ambos seamos devorados también. ¿O quieres que te persiga esa mujer?
La mención de Elisabet hizo que la comadrona sintiera escalofríos. El sentimiento de culpa por haber matado a una mujer y a cuatro recién nacidos no era nada en comparación con la posibilidad de ofender a Elisabet.
«Bueno, no deberían haberse metido con la señora Carbajal para empezar».
—No me molesten cuando se conviertan en fantasmas. Acosen a la señora Carbajal. Ella fue la que dio la orden. —La comadrona se endureció y los empujó fuera del vehículo.
—De acuerdo. ¡Muévete!
Pronto, el árido páramo retomó su silencio mientras la furgoneta desaparecía más allá del horizonte.
Micaela y sus cuatro hijos, medio muertos, se quedaron solos.