Capítulo 7 Hija inútil
Normalmente, incluso sin su audífono, Cecilia podía captar sonidos débiles. Se levantó a tientas, tomó la medicina de la mesilla de noche y se metió una en la boca. Era amargo y seco.
Después de abandonar la Villa Daltonia, donde había vivido los últimos tres años, se dirigió a su casa. Sin embargo, justo al llegar a la puerta, oyó hablar a Paula y Marni.
—¿Por qué di a luz a una hija tan inútil? —decía Paula con rabia—. Han pasado tres años y Natanael aún no la ha tocado. Ni siquiera se considera una mujer completa, y ahora está pensando en el divorcio.
Las palabras airadas de Paula se sintieron como puñales clavados en el corazón de Cecilia. Ella no podía entenderlo. Para Paula, ¿qué era una mujer completa? ¿Recibir el afecto de su marido? ¿O tal vez tener hijos?
Las palabras de Marni fueron aún más punzantes:
—Ni siquiera parece formar parte de la familia Rotela. He oído decir a gente de fuera que el primer amor de Natanael ha vuelto. Aunque no se divorcie, acabarán echándola. Dado eso, deberíamos planear para el futuro. ¿No murió recientemente la esposa del Sr. Lara? Incluso con sus problemas de oído, Cecilia está más que a la altura de ese anciano de ochenta años...
Cuando Cecilia recordó aquellas palabras hirientes, su mirada se volvió hueca. Se esforzó por no pensar en ellas.
Tomó el teléfono y vio un mensaje sin leer. Instintivamente, pensó que podría ser de Natanael. Cuando lo pulsó, en realidad era de Norman.
Norman había escrito:
—Ceci, ya he entregado el acuerdo de transferencia a Natanael, pero su actitud no era buena. En el futuro, deberías centrarte más en ti misma.
Cecilia escribió una respuesta:
—Gracias. Lo haré.
Después de enviar el mensaje, Cecilia sintió un momento de vacío. Quería devolverle los bienes que tenía a Natanael, no por un gesto noble, sino simplemente porque no quería deberle nada más. Por desgracia, no podía reunir la misma cantidad de bienes que figuraba en el acuerdo prenupcial, por lo que podría llevar la etiqueta de fraude el resto de su vida.
Aunque Cecilia llevaba dos días sin comer, ni siquiera sentía hambre. Era sólo que todo a su alrededor se había vuelto demasiado silencioso. El silencio era asfixiante. Se había puesto los audífonos y había tomado su medicina, pero ¿por qué no oía nada?
Temerosa de que Natanael llamara para tramitar el divorcio y ella no lo oyera, Cecilia se dirigió a un hospital cercano para hacerse un chequeo. El médico le hizo un examen básico y descubrió sangre seca en el conducto auditivo.
Ese día, tras recibir tratamiento, Cecilia recuperó gradualmente la audición.
—¿Qué ocurre? ¿Cuánto tiempo lleva así? —le preguntó el médico.
Cecilia contestó con sinceridad:
—Tengo una discapacidad auditiva desde que nací.
El médico miró a la chica que tenía delante, todavía veinteañera y en la flor de la vida. Cuando había entrado, no había notado nada malo en ella. Sintió lástima por ella.
—Señorita, para serle franco, si sigue así, puede que acabe completamente sorda. Ni siquiera los audífonos podrían ayudarla en el futuro.
La esperanza desapareció de los ojos de Cecilia. Sentía como si tuviera un algodón atascado en la garganta. No podía tragarlo ni toser. No habló durante un buen rato.
El médico miró hacia la puerta.
—¿Ha venido sola? ¿Dónde está su familia o sus amigos?
«¿Familia?» Cecilia pensó en su madre, que la despreciaba, y en su hermano, que quería casarla con un anciano. También pensó en su marido desde hacía más de tres años, Natanael, que la había despreciado desde el principio. Finalmente, su mente se detuvo en la imagen del rostro apesadumbrado de su padre mientras agonizaba.
—No soporto marcharme. Si muero, ¿qué pasará con Ceci? —había dicho su padre.
Ahora comprendía por qué, a pesar del dolor insoportable y de estar conectado a varios dispositivos médicos tras su accidente de coche, Raúl había resistido. No quería dejarla atrás, porque una vez que él se hubiera ido, ella ya no tendría familia.
Reprimiendo la amarga sequedad de su garganta, Cecilia respondió finalmente al médico:
—Han fallecido.
Una fina llovizna recibió a Cecilia al salir del hospital, como si el cielo de Tudela llorara con ella. Este año, la lluvia parecía más persistente que en temporadas anteriores, empapando las calles con mayor frecuencia. En la entrada del edificio, grupos de personas se apresuraban bajo paraguas compartidos, formando pequeños refugios móviles. Cecilia, en cambio, se encontraba sola, adentrándose en la cortina de agua sin rumbo fijo.
Con la posibilidad de un silencio eterno pesando sobre ella, Cecilia tomó una decisión impulsiva. Compró un billete para abandonar la ciudad, dirigiendo sus pasos hacia el campo, hacia el único lugar que aún podía llamar hogar: la casa de Marta Heredia, el ama de llaves que siempre había sido su ancla en tiempos turbulentos.
El reloj marcaba las nueve de la noche cuando Cecilia se detuvo frente a la vieja casa de ladrillo. Dudó un instante antes de llamar, consciente de que en el pasado sus visitas habían sido siempre apresuradas, robando momentos entre sus obligaciones con Natanael. Ahora, el tiempo parecía extenderse ante ella, incierto y vasto.
Justo cuando la indecisión amenazaba con paralizarla, la puerta se abrió desde dentro y el rostro de Marta, surcado por arrugas, se iluminó con una alegría pura al reconocer a su visitante inesperada.
—Ceci...
Al ver la amable sonrisa de Marta, a Cecilia le escocía la nariz por la aparición de las lágrimas. Dio un paso adelante para abrazarla.
—Marta...
Marta, que nunca se había casado ni había tenido hijos debido a su salud, estaba más unida a Cecilia que su propia madre. Sintiendo la tristeza y el dolor de Cecilia, le dio unas suaves palmaditas en el hombro.
—¿Qué ha pasado, Ceci?
Cecilia rara vez se mostraba vulnerable. La última vez que había estado así fue cuando falleció su padre. Sacudiendo la cabeza, Cecilia dijo:
—No es nada. Es que te he echado mucho de menos.
Marta pudo ver que Cecilia no quería hablar de ello, así que no insistió más.
—Yo también te echo de menos.
Marta se dio cuenta de que Cecilia estaba empapada e inmediatamente la llevó dentro, instándola a que se diera un baño caliente.
Esa noche, Cecilia se acurrucó en el abrazo de Marta, igual que cuando era más joven. La mujer la abrazó, dándose cuenta de lo aterradoramente delgada que se había vuelto Cecilia, casi sólo piel y huesos. Su mano temblaba al posarla sobre la huesuda espalda de Cecilia, luchando por mantener la calma.
—Ceci, ¿Natanael te está tratando bien? —preguntó con cautela.
Al oír el nombre de Natanael, a Cecilia se le hizo un nudo en la garganta. Instintivamente quiso mentir de nuevo, decirle que Natanael era bueno con ella. Sin embargo, comprendió que Marta no era tonta. Como ya había decidido marcharse, no quería engañarse más a sí misma, ni a los que la querían.
—Su primer amor ha vuelto. Pienso liberarlo divorciándome de él.
Marta se quedó estupefacta, sin poder creer lo que oía. Cecilia le había dicho innumerables veces que quería envejecer con Natanael.
Al ver que Marta permanecía en silencio, Cecilia la abrazó más fuerte y murmuró:
—Marta, ¿podría ser como tú?
Soltera para siempre y sola para siempre. Como dijo Natanael una vez: «Envejecer en soledad». Si uno pudiera elegir el amor, ¿quién elegiría estar solo para siempre?
A Marta le dolió el corazón cuando escuchó las palabras de Cecilia.
—Niña tonta, no digas tonterías. Tienes una larga vida por delante. Aunque dejes a Natanael, vendrá alguien más que te ame y te quiera.
Cecilia asintió en silencio, pero el zumbido de sus oídos ahogó las reconfortantes palabras de Marta. Después de dedicar más de una década de su vida a un amor unilateral, comprendía mejor que nadie lo desafiante y difícil que puede ser amar a alguien. ¿Cómo podía alguien como ella merecer el afecto de otra persona?
Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, mojando la ropa de cama. A la mañana siguiente, Cecilia se despertó aturdida, sin saber por qué estaba allí.