Capítulo 9 Ser una buena señora Bonilla
Catalina se sobresaltó un poco en su lugar, un profundo tono de rojo se deslizó por su rostro. El corazón le latía tan fuerte que sentía que se le saldría del pecho en cualquier momento. Deprisa se dio la vuelta para evitar su mirada.
—Tu cocina, no está mal. —El hombre bajó la cabeza para tomar otro bocado de fideos—. ¿El mayordomo dijo que me buscabas?
Sólo entonces Catalina recordó que tenía algunos asuntos que discutir con él.
—Señor Adrián. —La mujer levantó la cabeza y enderezó la espalda, dirigiéndole una mirada solemne—. Antes de casarme, no tenía ni idea de que tenía usted dos hijos gemelos.
Él enarcó una ceja.
—Antes de casarme, no tenía ni idea de que me robarías el vino por algo que pasó con tu ex.
«...Oh». De repente recordó un sueño de la noche anterior en el que estaba sentada en una bañera con el hombre que tenía ahora delante...
«A no ser que... ¡¿no fuera un sueño?!».
Mordiéndose el labio, aspiró un poco y afirmó:
—Fue culpa mía por robarte el vino. ¿Pero no crees que lo que me hiciste después fue igual de absurdo? Así que estamos en paz.
Adrián levantó la cabeza y la miró con ojos profundos.
—¿Crees que darse un baño conmigo vale 5,48 millones?
¡Crash! El teléfono que estaba en la mano de Catalina cayó al suelo con un fuerte golpe.
¡Aquellas botellas de vino que a ella le resultaban desagradables de beber, valían un total de 5,48 millones...!
Ella palideció, con el cuerpo helado mientras su cerebro intentaba digerir la cuantiosa cantidad que acababa de salir de sus labios. Después de un largo rato, una sonrisa tímida se abrió paso en su rostro.
—Esas botellas de vino...
—Eran todas de edición limitada —terminó Adrián la frase por ella—. La gente normal nunca podría ni soñar con tenerlas en sus manos.
Catalina tragó saliva con nerviosismo, pero continuó insistiendo de todos modos:
—Pero aunque esos vinos fueran caros, lo que me hiciste ayer... ¡no fue tan simple como bañarse juntos!
Dejando los palillos en el cuenco, ladeó la cabeza con una pequeña sonrisa en los labios.
—Entonces dime, ¿qué más hicimos tú y yo anoche?
Al pensar en él anoche... el rubor en su rostro se intensificó al instante. Ella forzó una tos.
—¡Como sea! Te pasaste de la raya.
—¿Cómo me pasé de la raya? —Su mirada era siempre seductora, enviando una oleada de calor a través de su cuerpo—. ¿Cuánto recuerdas de anoche?
Se suponía que no debía sonar tan encantador como lo hizo, y Catalina se maldijo a sí misma por pensar así. Se dio la vuelta asustada y chilló con voz apretada:
—Si recuerdo bien, nos casamos ayer.
—Entonces, lo que te hice parece ser legal. —Su voz ronca sonó desde atrás, haciendo que el rubor se extendiera a sus orejas, estaba segura de que él podía verlo incluso cuando estaba de espaldas a él.
Hubo una larga pausa mientras ella respiraba hondo para recomponerse. Por fin, habló con firmeza:
—Entonces... ¿qué quieres? No tengo 5,48 millones.
Sólo tenía 548 sin el millón.
—Sé una buena esposa. Haz bien tu trabajo como Sra. Bonilla. —De alguna manera, eso sonó más como una súplica sincera que como una orden—. Y sé una madre para Ariel y Alberto.
—Pero... —Dudó—. No creo que tenga lo necesario para ser una buena cuidadora. Tengo miedo de no ser capaz de cuidarlos bien. —Esa era la razón por la que necesitaba hablar con él en primer lugar.
—No importa. Son lo bastante maduros para cuidar de ti.
El agarre de Catalina en su brazo se tensó.
—Por supuesto, si te sientes mal por ello... —Él arrastró los ojos por su esbelta espalda, reviviendo la imagen de su sensual figura tumbada en la bañera la noche anterior. Las siguientes palabras que salieron de su boca estaban llenas de insinuaciones burlonas—. Siempre se puede compensar con carne.
Carne...
Catalina subió enseguida las escaleras, sin dedicarle una sola mirada. Corrió hacia el dormitorio y cerró la puerta de golpe, tratando de recuperar el aliento mientras sus palabras seguían resonando en su mente.
«Estamos casados. Lo que te hice fue legal».
De repente, se oyó el sonido de unos pasos pesados al otro lado de la puerta, que parecían acercarse a su habitación.
Catalina respiró entrecortadamente y cerró los ojos, como para no hacer ningún ruido que pudiera delatar su ubicación.
Mientras tanto, sus pensamientos le trajeron sin miramientos los apasionados sucesos de la noche anterior, de cómo ella gemía y se deshacía con el contacto de sus dedos.
Aunque no todo, parecía que algunos de los rumores eran ciertos. ¡Probablemente jugó con sus dos ex prometidas hasta que murieron!
Su rostro palideció cuando los pasos se hicieron más fuertes. El hombre de hace cinco años le había provocado aversión a la idea de hombre y mujer. También era la razón por la que no había besado ni una sola vez a Javier, a pesar de llevar tanto tiempo enamorada de él.
Javier le había dicho que estaba enferma pero nunca se había ofrecido a buscarle un médico ni a ayudarla con las facturas. Cada vez, la dejaba soportar el dolor y los sufrimientos por su cuenta. Hasta que no pudo más...
Los pasos parecían estar ahora justo delante de su puerta, y todo su cuerpo empezó a temblar. Sin embargo, pasaron por delante de su habitación y se desvanecieron en otra dirección por el pasillo. El débil sonido de una puerta abriéndose y cerrándose se escuchó un rato después, y luego sólo hubo silencio.
Catalina suspiró aliviada, soltando el aliento que había estado conteniendo todo este tiempo. ¿Iba a dejarla libre esta noche? Como sea, estaba demasiado cansada para esto. Se dirigió a su cama y se tiró en el colchón, mirando al techo aturdida.
Durante toda la noche, dio vueltas en su sueño, despertándose con frecuencia para comprobar si el vaso de agua junto a la puerta se había volcado.
«Menos mal».
Cuando se despertó por la mañana, la puerta estaba cerrada tal y como la había dejado, y el vaso de agua parecía intacto, sin signos de intrusión. Su estómago, que había estado revuelto toda la noche, por fin se relajó, y sólo entonces se dio cuenta del hambre que tenía.
Levantándose de la cama, se lavó antes de bajar a preparar el desayuno. Siendo el niño disciplinado que era, Ariel bajó poco después, mientras que su hermano Alberto, que lo seguía de cerca, sólo bajó porque podía oler el desayuno que se estaba haciendo desde su habitación.
—Buenos días, mami —saludó Ariel con una sonrisa en cuanto la vio. Luego se volvió hacia su hermano y le dio un codazo.
Alberto dudó un momento, antes de levantar la cara para mirar a la mujer.
—Buenos días, mami —murmuró, casi inaudible.
Ella se quedó atónita durante un rato, pero luego esbozó una suave sonrisa y les devolvió el saludo:
—Buenos días.
Como llevaba veinticinco años soltera, no estaba acostumbrada a que dos niños de cinco años la llamaran mamá. Le recordaba al hijo que habría tenido hace cinco años. El feto sólo tenía ocho meses cuando tuvo un accidente de coche. Si hubiera tenido más cuidado en aquel momento, quizá su bebé no habría muerto prematuramente. Y quizá ahora sería tan grande como Ariel y Alberto, ¿no?
Volvió a mirar a los dos adorables chiquillos, apareciendo en su rostro una sonrisa de pesar.
—Seré una buena mamá para ustedes.
Tal vez ese era el destino. Tal vez Dios le estaba concediendo una segunda oportunidad de ser madre para acoger a Ariel y Alberto. Así que ahora, ella podría por fin compensar su descuido en el pasado, ¿verdad?
Al pensar en eso y en la constante insistencia de Cristina, se dirigió a la cocina y talló un conejo en dos huevos duros y se los entregó a los niños.
—¡Coman bien, mamá se va a trabajar! —gritó la mujer, tomando su abrigo y su bolsa antes de salir corriendo por la puerta.
Alberto echó un vistazo al simpático huevo con forma de conejo que tenía delante y frunció el ceño.
—Hermano, es tan infantil.
Arel lo miró.
—Ella cree que eres infantil.
—Pero hizo dos, lo que significa que también piensa que eres infantil.
—Tú eres infantil.
—¡No, tú eres infantil!
Mientras los gemelos discutían, Adrián salió de su habitación y bajó las escaleras con su traje y zapatos de cuero. Los dos niños lo llamaron en cuanto lo vieron.
—¡Papá, ven aquí!
Al oír las voces excitadas de sus hijos, aceleró el paso y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué pasa?
—Toma. —Ariel empujó hacia él el plato con los dos huevos en forma de conejo.
Alberto sonrió con alegría en su asiento.
—Papá, este es el desayuno que mamá te había preparado por amor.
Adrián enarcó una ceja mientras miraba el peculiar plato que tenía delante.
—¿Para mí?
—¡Sí! —Alberto asintió enérgicamente—. ¡Mamá dijo que estos dos conejos son ella esperando ser comidos por ti!
El ceño de Adrián no hizo más que fruncirse al oír eso. Pero antes de salir por la puerta, enderezó la espalda y llamó al mayordomo.
—Mayordomo, empaca esto y llévalo a mi oficina.