Capítulo 7 Él quiere al niño
El deseo que ardía en su interior se apoderaba de su mente, y no le importaban las consecuencias de sus actos. Sólo la quería a ella.
Celia se asustó cuando sintió que la abrazaba.
—No, por favor. Te lo ruego. Déjame ir.
—No tienes derecho a negarte. —Se levantó y sujetó la parte trasera de su cabeza, luego presionó sus labios contra los suyos.
Celia casi lloraba de miedo. Hugo no era el más amable de los hombres, para empezar, y ella nunca podía resistirse a él cuando estaba casi fuera de sí. El olor a alcohol que emanaba de él aumentaba su miedo.
«¿Está borracho?».
No tenía idea de que su bebida estaba adulterada.
—¡Maldito!
Hugo la detuvo para que no dijera más.
«¿Está loco? ¿Así es como va a matar al bebé?».
Un pensamiento desesperado llenó la cabeza de Celia. Ya no podía luchar contra él en circunstancias normales, y ahora, con la mente perdida, no tenía ninguna esperanza de defenderse. Lloró y lloró, pero no importaba lo que hiciera, no podía evitar que ocurriera la tragedia. Era como una flor en medio de la tormenta, pero no podía hacer nada para evitar que la destrozaran.
Hugo siguió adelante por mucho que llorara. Mucho, mucho tiempo después, un grito cortó el aire. Celia sintió que algo caliente salía de su parte inferior, pero para entonces ya estaba casi inconsciente.
La visión del líquido carmesí golpeó el corazón de Hugo, que recobró la lucidez. Miró la sangre que tenía en la mano, con los ojos llenos de incredulidad, y se maldijo a sí mismo.
«¿Qué estoy haciendo?».
Exhaló con fuerza y llamó rápido al hospital.
—¡Necesito una ambulancia ahora mismo! ¡En mi casa! ¡De inmediato! —rugió.
Su hospital privado estaba cerca, así que no tardó ni diez minutos en llegar la ambulancia. Hugo colgó el teléfono y llamó a Celia en voz alta, con la mente en blanco. Por primera vez, el pánico absoluto se apoderó de su corazón y miró a su alrededor, pero lo único que vio fue una gran mancha carmesí.
Quería hacer algo, cualquier cosa, pero no podía. Lo único que pudo hacer fue agacharse y acariciarle la mejilla.
—Mira, no te duermas. La ambulancia llegará pronto. Despierta. No te duermas. No te duermas.
Celia estaba pálida como un fantasma, como si toda la vida de su interior se hubiera extinguido, pero la sangre no dejaba de fluir. Se puso la mano en el vientre y sintió que el bebé se movía, luchando por vivir. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Por primera vez en su vida, pensó que merecía el infierno.
«¿Qué estaba haciendo?».
Cuando escuchó las sirenas de la ambulancia, levantó rápidamente a Celia y salió corriendo por la puerta. El personal médico se sorprendió al ver el estado de Celia y la llevó deprisa a la ambulancia.
El médico siguió rápidamente los protocolos de emergencia. Nadie preguntó qué había pasado antes. Se fijaron en la ropa desarreglada de Hugo, así que pudieron adivinar lo que debía de haber pasado.
Celia fue llevada a urgencias. Hugo se quedó fuera, mirando la puerta. Luego se miró las manos. Estaban cubiertas de sangre, como si fuera un asesino. Hugo jadeó y cerró los ojos. Tenía ganas de ahorcarse.
Diez minutos después, un fuerte grito cortó el aire. El grito que anunciaba una nueva vida le sacudió. Se levantó.
«¿El bebé está vivo?».
Una enfermera salió con el bebé cubierto con una toalla y dijo:
—Felicidades, Señor Salinas. Es un niño. La Señorita Santana todavía está siendo sometida a cirugía. Tiene un caso de sangrado grave, y estamos cosiendo sus heridas en este momento.
Justo en ese momento, el bebé comenzó a llorar de nuevo. Hugo miró al pequeño y sintió algo moverse en su corazón. Su mente se puso en blanco por un momento.
«¿Ese es mi hijo?».
La enfermera dijo:
—Necesito llevar al niño a la sala, Señor Salinas.
Hugo observó la sala de emergencias con preocupación en sus ojos.
«No puedes morir, Celia. No puedes irte sin mi permiso».
Pasó media hora. Nunca había estado tan atormentado, excepto durante la desaparición de su madre. Cada segundo estaba lleno de pensamientos de que podría perderla. No tenía ni idea de por qué quería que viviera, pero al mismo tiempo no quería dejarla marchar. Era contradictorio.
Al final, un médico cansado salió de la habitación, pero se animó al ver a Hugo.
—No se preocupe, Señor Salinas. Ella está bien.
Hugo suspiró aliviado. Había estado conteniendo la respiración durante un tiempo y se relajó.
—Gracias.
Las enfermeras sacaron a Celia de la habitación. Estaba cubierta con una manta y su cabello se extendía detrás de ella. Estaba pálida como una muñeca de porcelana. Su corazón le dolía y quería seguir a las enfermeras hasta la sala.
El médico dijo:
—Señor Salinas, debería dejarla descansar. Todavía está bajo anestesia y no debería estar agitada.
Hugo asintió y el médico sonrió.
—Pero puede ver a su hijo.
Hugo se despidió de Celia mientras el personal médico se la llevaba. Cerró los ojos y su corazón se calmó. Si hubiera dado un paso más, Celia y el niño podrían haber muerto. Los habría perdido a los dos y pensar en ello lo llenaba de culpa. Apretó los puños y se dirigió a la sala de observación.
El niño estaba dormido en la incubadora. Era pequeño como una pelota y tenía los puños cerrados. Tenía el cabello oscuro y una cara preciosa.
—El niño se parece a usted, Señor Salinas. —La enfermera sonrió.
Hugo lo vio. El niño se parecía a él y un sentimiento mágico se hinchó en su corazón.
La enfermera abrió la incubadora para cambiarle los pañales y Hugo extendió el dedo índice. En cuanto tocó la mano del bebé, éste la agarró. La mano era pequeña, pero tenía fuerza. Apretó el corazón de Hugo y sintió que la alegría le llenaba el alma.
«La sangre de mi familia corre por sus venas».
Salió de la sala de observación y se dirigió a la habitación de Celia. Seguía inconsciente y la luz que la iluminaba sólo le daba un aspecto frío y sin vida. La operación la había agotado tanto que no podía mover ni un dedo.
Hugo la miró durante mucho tiempo y tomó una decisión. Luego se marchó.
«No permitiré que ella ni su familia entren en la vida de mi hijo».