Capítulo 8 Riesgos calculados
Nathan estacionó a unos metros del bosque que flanqueaba la mansión de Regina y lo atravesó con rapidez. Las cámaras de seguridad seguían el patrón de rotación que recordaba, y los sensores de movimiento tenían los mismos puntos ciegos. Desde el exterior, la propiedad parecía una fortaleza, pero los sistemas de seguridad eran predecibles. En minutos, ya estaba dentro.
Las risas y los gemidos ahogados que provenían del piso superior le arrancaron una sonrisa fría. Conocía muy bien esos sonidos y sabía con exactitud cómo manejar esta situación.
Se tomó su tiempo para servirse un whisky, observando las fotografías familiares que adornaban las paredes. Los Blackwood, siempre tan preocupados por mantener las apariencias. El hielo tintineó contra el cristal mientras esperaba, saboreando la anticipación del momento.
La voz de Regina sonó desde lo alto de las escaleras, seguida de una risa ronca que lo hizo mirar y reconoció de inmediato al dueño de una conocida franquicia de comida rápida.
Nathan se acomodó mejor en el sillón de la sala, cruzando una pierna sobre la otra y mantuvo su Glock favorita descansando en la mano. Pero no pudo contener la risa al escuchar la sarta de sandeces que le prometía hacerle a Regina cuando la pastilla hiciera efecto.
Disfrutó del gesto de exasperación que ella hizo a sus espaldas, con lo exigente que era, eso no lo sorprendía. Pero al escucharlo reír, Regina se detuvo abruptamente, y su amante retrocedió un paso, desconcertado.
—Vaya, vaya… Creo que esto no será del agrado del alcalde, ¿verdad?
—¿Acaso alguna vez te ha importado lo que opine Bob? —replicó Regina, tratando de mantener la calma mientras una de sus torneadas piernas asomaba por la abertura de su bata de seda.
Era una provocadora, siempre lo fue, y eso era lo que le encantaba de ella, pero no le iba a recordar que él la tuvo mucho antes que el anciano del alcalde.
El hombre intentó hablar, aunque Nathan lo silenció apuntándole con el arma.
—Esto no te incumbe. Así que es mejor que vayas directo con tu esposa. Sé un buen chico.
Hizo un ademán con la mano, indicando que se fuera, y el hombre huyó, tropezando con sus propios pies mientras se alejaba. Nathan apenas lo miró.
—Tienes un talento especial para rodearte de idiotas, Regina.
Negó cuando lo vio caer otra vez frente a la puerta, quejándose del dolor, porque al parecer ya le había hecho efecto la famosa pastilla.
—¿Qué haces aquí, Kingston? Esto es un exceso, incluso para ti —respondió Regina, ignorando al patético hombrecito que salió acariciando su diminuto paquete.
Nathan tomó un sorbo de whisky, manteniendo la mirada fija en ella.
—Sabes bien por qué estoy aquí, Blackwood. Dime qué te dieron a cambio o esta visita ya no será un gesto de cortesía.
La vio tragar saliva antes de decir.
—Bob “cedió” tu cargamento a unos albaneses, como pago por un encargo. Pero puedo recuperarlo, te lo aseguro.
—¿Por qué haría algo tan estúpido?
—Lo conoces.
—Y por eso vine aquí. Sabes que la paciencia no es una de mis virtudes.
—Espera, Nate. ¿Cuál es la prisa? Podemos revivir buenos momentos —dijo acercándose, mientras se abría la bata y dejaba ver unas curvas perfectas.
—Estar contigo no tuvo nada de bueno, preciosa.
Aunque no era del todo verdad, pero ella no tenía por qué saberlo. Lo engañó como a un mocoso y eso no se lo iba a perdonar. Lo único que la había protegido, era que los padres de ambos llevaban importantes negocios juntos. De lo contrario…
—Eres un rencoroso.
—Quizá, y los dos sabemos lo que tú eres —respondió, provocando que apretara su fina mandíbula—. ¿Por qué convenciste a Hawkins de robarnos, Regina?
—No es tan simple, cielo. Bob necesita limpiar su nombre y su imagen frente a las autoridades. Le vendí la idea de que el cargamento caería por accidente en una operación de la DEA. Los albaneses eran el cebo perfecto. Te aseguro que terminarás agradeciéndome.
—¿Ahora quieres que actúe como si te debiera un favor? —Nathan se carcajeó y el rubor que descubrió en sus mejillas y parte de su pecho blanco y cuidado como la porcelana le recordó lo buenos que eran en la cama, pero estaba ahí por trabajo. Hizo un gesto para que continuara.
Como una sensual emperatriz, se sentó en el sillón de enfrente sin cubrirse y eso lo empalmó, pero la miró a los ojos. Hacía mucho dejó de caer en trampas por un coño.
—Es una maniobra legal, Nathan, y es suficiente para que Bob duerma tranquilo mientras ellos pierden el tiempo con esos idiotas.
No era la primera vez que iban tras sus negocios, pero nunca lograban nada. Mantuvo su rostro impasible mientras procesaba la información, y conocía demasiado bien a Regina como para saber que esto era solo la punta del iceberg.
—¿Qué más?
—No sé nada específico, pero Bob me confió que ustedes tienen un informante dentro de la estructura. Esa persona está negociando inmunidad.
—¿Qué hay de ese idiota? —señaló vagamente la puerta.
—Tiene grabaciones de Bob con un jefe de la mafia irlandesa en uno de sus restaurantes y pretende extorsionarlo.
—¿Y te usa a ti? Es un cobarde.
—Es…
Regina guardó silencio y era lo más astuto que podía hacer. Ambos lo sabían. Si ella no hubiese sido tan ambiciosa, jamás habría caído en la trampa que le tendió su propio padre y ser usada como moneda de cambio con hombres poderosos para obtener información.
Sus años en la facultad de derecho parecían ahora un recuerdo lejano, ella destacando en penal y él en corporativo, ambos construyendo castillos en el aire como dos idiotas, sabiendo bien que sus caminos se habían trazado por otros casi desde su nacimiento.
Incluso contempló la posibilidad de casarse con ella cuando terminaron juntos la carrera y recibió la invitación a la boda de Elizabeth Turner.
Regina fue su último acto de rebeldía antes de aceptar su lugar en el imperio familiar y ejecutar una orden que le iba a pesar el resto de su vida.
Despacio, se puso de pie y, al pasar junto a ella, la sostuvo por la barbilla, forzándola a mantener el contacto visual.
—Te doy dos días para limpiar este desastre o haré que tú y tu querido Bob permanezcan juntos el resto de la eternidad en el fondo del mar.
Los ojos color miel de Regina se abrieron con pánico, pero aun así tuvo la osadía de acariciar su bragueta. Sin embargo, el temblor en sus manos traicionaba su falsa seguridad. Así que Nathan la alejó y salió por la puerta principal.
El aire fresco de la noche disipó de su sistema el aroma al perfume que Regina siempre usaba. Consultó su reloj, aún tenía tiempo de recoger el dinero de O’Malley antes de la reunión con su padre.
El viejo odiaba la impuntualidad tanto como las excusas, y Nathan odiaba sus sermones. Y en su mundo, los negocios siempre iban primero.