Capítulo 6 Perdiendo el control
Elizabeth regresó a casa, con un vacío aplastante en su pecho. Al menos había tenido la fortuna de que la desconocida que acompañaba a Nathan en el bar llamara su atención gritando colgada del cuello del chef, y eso le dio tiempo para huir y tomar un taxi sin que tuviera que disculparse ante él por ser tan patética.
Se sentó en el sillón de la sala, aguardando a Richard, pero las horas pasaron en una angustiosa espera y la acumulación de los mensajes y llamadas sin respuesta que le hizo. Miró el cuadro pintado a mano que tenía enfrente de ella con Richard, junto a sus padres cuando seguían con vida y celebraban uno de sus aniversarios.
Sonrió con amargura al recordarse aún con sus brackets. Le confesó a su madre que le gustaba Richard y que asistió a la fiesta con un ramo de margaritas para ella.
—Margaret, ni se te ocurra respaldar ese capricho —advirtió su padre, divertido. Mientras le ayudaba a Liz a colocar el collar de diamantes que hacía juego con el de su madre, añadió—. Quiero que cuando mi hija celebre también sus bodas de cristal, use diamantes igual que tú, en lugar de…
—No lo subestimes, Alexander —lo interrumpió su madre al acercarse a ella y acomodarle el peinado—. Elizabeth, eres muy joven para enamorarte, pero Richard tiene objetivos muy claros en la vida. Si quieres estar a su altura…
La risa de su padre, el beso en la frente que recibió en ese mismo salón y lo que dijo después, ahora le parecieron de lo más doloroso.
—Cariño —sostuvo sus mejillas regordetas—. No niego que ese chico tiene potencial, pero solo un príncipe puede estar a la altura de una princesa, porque lo prepararon para ello y habrá vivido en las mismas circunstancias, por lo que apreciará lo afortunado que es al tenerte a su lado. Si no lo hace, es porque no te merece.
Quizá tenía razón, pero cómo dolía que su vida entera se rompiera en un instante, dejándola sin esposo, sin su mejor amiga, que significaron su ancla en la que confió a ciegas desde que sus padres fallecieron en ese accidente aéreo.
Miró el anillo de matrimonio en su mano y, en un arranque de ira, se lo quitó y lo lanzó, con tan mala suerte que golpeó a Ana en la cabeza.
Liz se puso de pie de inmediato y estaba por pedirle disculpas, pero la vio agacharse por el anillo y luego se acercó a ella con una mirada de preocupación
—Señora Elizabeth, ¿se siente bien?
—Inconvenientes que nunca faltan. Nada que no se pueda arreglar, Ana.
La vio asentir y estaba por girarse, pero se detuvo a mitad del pasillo y la miró.
—Cuando mi mamá tenía ese tipo de inconvenientes, decía que le ayudaba salir con sus amigos y, a veces, cometer una locura.
—No tengo muchos de esos —respondió con tristeza.
—Pero sí gente que se preocupa por usted como la señora Campbell y ese otro señor…
—No empieces con tus fantasías —le advirtió mientras se ponía de pie y tomando el pañuelo que le entregaba cuando una lágrima más cayó por su rostro. Ya sabía por dónde iba, desde que el hermano de Amelia le ayudó con su hija no paraba de mencionarlo, pero Liz lo atribuía a que recién era una veinteañera—. ¿Emma duerme? No te quedaste viendo videos de baile con ella, ¿verdad?
—No, pero estuvo esperando que volviera para leer el libro nuevo que le trajo, así que se durmió en la habitación de los señores. Y no son fantasías, él acaba de llamar a la casa para saber si llegó bien.
Liz estuvo a punto de recordarle que a Richard no le gustaba que Emma se quedara durmiendo ahí, pero no lo hizo por lo que dijo después. Ana le guiñó un ojo y, antes de que pudiera reaccionar, la vio alejarse, dejándola atónita.
* * *
Elizabeth condujo en silencio, con Emma canturreando una canción en el asiento trasero. La melodía infantil contrastaba con la angustia que la sobrepasó todo el fin de semana. Al acercarse a la escuela, consideró por un momento dejarla en la entrada y huir antes de que alguien pudiera notar su rostro hinchado; alternando entre fingir normalidad y llorar en silencio en el baño, pero se detuvo. No podía permitir que Emma se percatara de que estaba desmoronándose.
Apagó el motor y miró a su hija a través del espejo retrovisor.
—¿Te llevo, cariño? — preguntó con una sonrisa forzada.
Emma asintió con entusiasmo, y Elizabeth bajó del coche, ocultándose tras sus lentes de sol mientras sujetaba su mano y saludó de paso a otras madres que la miraban con cierta sorpresa. Se encontró con la maestra de Emma y esta, le habló sobre la actividad de Acción de gracias y que le escribiría, a lo que aceptó sin escuchar.
Una vez de vuelta, revisó su móvil sin encontrar ninguna notificación. Era como si ella y Emma hubieran dejado de existir para él y eso la conmocionó a tal punto que decidió que ya no podía seguir huyendo de la verdad. Necesitaba respuestas, y solo había una persona más que debía dárselas. La decisión fue instantánea.
Con el corazón a mil, Liz cambió de dirección, alejándose de la ruta a la empresa y después de veinte minutos llegó al estacionamiento subterráneo del apartamento de Amelia.
Uno de sus autos estaba en su lugar, así que tomó el ascensor y una vez frente a su puerta tocó el timbre una y otra vez, pero después de varios minutos, no hubo respuesta. En medio del pasillo, llamó a casa de su padre, preguntando si pasó la noche ahí.
—No, señora Turner. La señorita Kingston no ha regresado desde hace un par de semanas —respondió Jeremy, el mayordomo.
Sin más opciones, Liz le marcó a Amelia y cuando se dio cuenta de que le cortó la llamada, no pudo más y le dejó un mensaje de voz cargado de ira y dolor.
—¿Cómo fuiste capaz de hacerme esto? ¡Eres una perra traicionera! Después de lo que hemos pasado juntas, de todos estos años… Actuaste como una cobarde yendo a mis espaldas. Maldita arpía. Te voy a hundir, te lo juro, zorra asquerosa.
Al colgar, Liz se deslizó por la pared y dejó caer el teléfono en su regazo. Un sollozo escapó de su garganta, entre aliviada y avergonzada por haber perdido el control. Consciente de que su vida se desmoronaba sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
* * *
Elizabeth llegó a casa y subió a su habitación, se arropó y contuvo el llanto otra vez, porque la idea de ir a la oficina y enfrentarse a las miradas de quienes seguro lo sabían, a los susurros tras su espalda, le revolvió el estómago. Y es que Amelia estaría allí, ella misma confirmó su participación con el diseño de interiores de las oficinas del edificio comercial al conseguir el contrato que Richard fue incapaz de negociar.
Cerró los ojos solo un momento, hasta que la voz de Emma la sobresaltó.
—¿No fuiste a trabajar, mami?
—Hoy no, cariño —Elizabeth trató de espabilarse y se sorprendió por la hora—. ¿Qué te parece si jugamos juntas?
El timbre del teléfono cortó la respuesta de Emma, pero igual ella la siguió, aunque contuvo la respiración cuando el nombre de Richard parpadeó en la pantalla.
—¿Qué diablos te pasa, Liz? ¿Cómo te atreviste a llamar a Amelia para insultarla? —preguntó, furioso. —¿En qué demonios estabas pensando, Liz? ¡Estás fuera de control! ¿De verdad crees que haría algo tan bajo como lo que dices?
Ella respiró hondo, intentando reunir valor.
—Los vi, Richard, estaban en el Imperial… —Sus dedos se aferraron al teléfono.
—Estás loca, Elizabeth. Amelia es tu amiga, y al parecer no te das cuenta de las vidas que puedes destruir con ese tipo de acusaciones infundadas.
Liz cerró los ojos.
—Ven a casa, Richard. Tenemos que hablar —consiguió decir.
—¿Qué? ¿Entonces es por lo que ocurrió entre nosotros? No, Liz. No tengo tiempo para esto ahora. Debo trabajar, así que hablaré contigo cuando vaya a cambiarme antes de ir al tenis, más tarde —respondió y terminó la llamada.
Liz se quedó mirando la pantalla, entumecida. No podía creer lo que estaba pasando. Las imágenes del beso, los sonidos, todo se mezcló en su mente. Pero la voz de Richard, tan segura, tan indignada, negándolo todo, sembró una semilla de duda en su certeza. Sentía su corazón latiendo fuerte, como si quisiera escapar de su cuerpo, porque sabía que él intentaría convencerla de que estaba equivocada.
Respiró hondo, tratando de calmarse. Levantó a Emma y la abrazó, sintiendo el calor de su pequeño cuerpo contra el suyo.
—Mamá, ¿qué te pasa? —preguntó, mirándola con preocupación.
—Nada, cariño. Solo necesita un abrazo de los tuyos —respondió Liz, forzando una sonrisa. Cerró los ojos y aspiró el aroma a fresa del cabello de su hija, aferrándose a ese momento de certeza.