Capítulo 7 Muñeca rota
Elizabeth mantuvo los ojos cerrados, fingiendo dormir a pesar de que escuchó a su esposo moverse por la habitación. Y sabía que estaba actuando como una cobarde, pero ya había agotado sus reservas de valentía y energía para seguir discutiendo, escuchar sus mentiras u obligarlo a confesar.
El sonido de las gavetas siendo azotadas le erizaron la piel, pero se negó a mirar. Su corazón comenzó a latir más rápido al sentir el aroma maderado de su loción tan cerca y aun así no se movió. Escuchó la gaveta de su lado abrir y cerrar, y aunque la curiosidad era enorme, no cedió.
—Deberías estar agradecida de que tu amiga sea tan sensata. Cualquier otra mujer te demandaría por calumnias —dijo Richard, muy cerca, pero su tono desprovisto de emociones le provocó un nudo en la garganta.
Lo sintió alejarse y abrir las puertas dobles de su habitación. Pensó que se había marchado, pero su voz la puso en alerta otra vez al decir.
—Quizá deberíamos considerar hablar con un psiquiatra. Tu comportamiento no es normal, Liz. Estás perdiendo el control.
Las lágrimas se acumularon en los ojos de Elizabeth, pero se negó a dejarlas caer. No podía creerlo. ¿Acaso no veía el daño que le causaba?
Escuchó el picaporte casi al mismo tiempo en que se incorporaba y encontró que sobre la mesita le dejó varias tarjetas de presentación que correspondían a psiquiatras de la ciudad.
Elizabeth sintió que una explosión de furia e impotencia surgía desde lo más profundo de su ser y gritó con todas sus fuerzas al mismo tiempo que lanzó el jarrón más cercano contra la puerta, haciéndolo añicos.
Para su sorpresa, Richard abrió la puerta de nuevo, y con una calma escalofriante, soltó.
—¿Lo ves, Liz? Esto es lo que me preocupa. Esta violencia que podría convertirse en un riesgo para ti misma… o para nuestra hija.
Sus palabras la golpearon como un puñetazo en el estómago al insinuar que ella sería capaz de lastimar a Emma.
La puerta se cerró tras él una vez más, dejándola sola, descolocada. Como si estuviera dentro de una pesadilla abrumadora de la que no podía despertar.
* * *
Las horas siguientes pasaron con lentitud hasta que llegó la cena. Elizabeth miró con adoración a Emma mientras le relataba animada cómo su maestra de arte terminó con la cara cubierta de pintura. La risa de su hija era el mejor de los bálsamos después de tantos días oscuros.
Pero su propia diversión se desvaneció cuando escuchó voces conocidas desde el recibidor. Su corazón se detuvo al ver entrar a su amiga, seguida de Richard.
—¡Tía Amelia! —gritó Emma, intentando bajar de la silla. Ana fue más veloz y la sujetó de la mano. A Liz se le detuvo el corazón cuando vio que su hija se zafaba del agarre.
Pero en un acto instintivo, Amelia la hizo parar con un gesto, señalando sus manos llenas de pasta Alfredo como un impedimento.
Se preguntó si eso también era parte de lo que siempre había obtenido de su amiga sin darse cuenta.
—Ana —llamó Elizabeth, su voz temblorosa pero firme—. Por favor, lleva a Emma arriba y no bajen hasta que se los diga.
No quería que su hija presenciara lo que estaba a punto de suceder.
Giró su atención hacia la pareja y Richard, al ver su expresión, se acercó a ella con las manos en alto como si intentara calmar a un animal salvaje.
—Cariño, por favor, vamos a hablar de esto con calma…
Le iba a tomar la mano, pero Liz se apartó con brusquedad.
—Actuemos como adultos por una vez, por favor. —Él insistió en acercarse, soltando una exhalación exasperada.
Pero el zumbido en sus oídos se intensificaba con cada palabra de Richard, con esa actitud de siempre. Sus manos temblaban, aunque no de miedo, esto era una vibración diferente, como si toda la rabia contenida durante años buscara escapar de alguna forma, y antes de darse cuenta, su mano se estrelló contra la mejilla de Richard con tanta fuerza que el sonido resonó en la habitación.
Ambos se quedaron en shock, incapaces de creer lo que Liz acababa de hacer.
Richard se volvió hacia Amelia, su mejilla enrojecida contrastando con su expresión de irritación contenida.
—Te dije que no era un buen momento para esto.
Elizabeth resopló con amargura.
—¿Ahora te preocupas por ser oportuno?
—Vete, Amelia. Ya hablaremos más tarde —insistió Richard.
Liz se rio, más por los nervios que por mofa, y sacudió la palma que seguía hormigueando, y se encontró irguiendo la espalda, adoptando una postura que jamás se había permitido frente a nadie sin saber por qué.
—¿Hablar de cómo se han estado burlando de mí a mis espaldas?
Richard negó, frotando donde ella lo golpeó.
—No era mi intención lastimarte ―dijo en tono conciliador―. Sabes que desde que te vi me enamoré de ti, Elizabeth. Y eso no ha cambiado, gorda.
Dio un paso hacia ella, pero el apelativo que Liz siempre consideró cariñoso cobraba ahora un horrible sentido.
Su memoria decidió golpearla con detalles; como la burla constante ante cualquiera de sus ideas, la fiesta donde la dejó sola, sus excusas sobre reuniones nocturnas, el modo en que siempre criticaba su peso, su figura…
Y se dio cuenta de que todo eso tenía un origen. Siempre había sido por ella.
―No te atrevas a tocarme ―lo detuvo con una mirada fulminante―. Y no me llames así.
Amelia dio un paso en su dirección.
—Liz, no es lo que piensas. Te juro que solo sucedió una vez… estábamos borrachos. No significó nada…
—Te consideraba mi hermana —su voz tembló por la impotencia. Quizá le dolía más perder a su amiga que a su esposo—. Nos apoyamos cuando fallecieron nuestras madres, y mientras me consolabas por mis inseguridades, ¿te reías con él de mí?
Amelia no pudo articular palabra alguna y vio que sus ojos se abrían un poco más. Siguió su mirada y se sobresaltó al encontrar a Richard arrodillado frente a ella, y la habitación cayó en un silencio sepulcral.
―Fue el peor de mi vida ―la voz de su esposo se quebró―. No sé qué me pasó… la presión, el alcohol…
Liz se sintió mareada y se sentó, tratando de procesar sus palabras. Pero se percató de que Amelia, al principio, parecía incrédula igual que ella, y luego sendas lágrimas aparecieron en su rostro maquillado a la perfección.
Richard aún sostenía su mano, impidiéndole moverse.
Estaba agotada, y los miró, preguntándose si eran capaces de ensayar esta escena, si planearon juntos cómo confesarle que la traicionaron de la peor manera posible.
―Fue solo una vez ―insistió Richard con un miedo en sus ojos que jamás había visto en él―. No lo provoqué, te lo juro. Fue un desliz. Un comentario que se salió de control por el alcohol… Por favor, perdóname… No puedo perderte.
Liz vio a Amelia dar un paso atrás al mismo tiempo que soltaba una risa amarga y se secaba el rostro con violencia.
—¿En serio, Richard? —su mirada salvaje viajó de él a Elizabeth—. Resultaste ser el estuche de monerías que siempre creí. —Negó con la cabeza y luego se enfocó en Liz—. Veo que estoy de más. Cuando quieras hablar, llama.
Se dio la vuelta y salió dando un portazo que hizo eco por los pasillos, y Elizabeth se quedó inmóvil, dividida entre el impulso aprendido de consolar a Richard, que seguía de rodillas frente a ella con expresión devastada, y la voz en su cabeza que gritaba que esto era otra forma de manipularla. De hacerla caer de nuevo. Pero su mano tembló cuando él la tomó entre las suyas. Sintiéndose como una muñeca rota, sin saber si iba a ser capaz de volver a unir sus piezas.