Capítulo 2 Lo que es mío se queda conmigo
Aria
Me planté frente al espejo, ajustando el puño de mi blusa como si me preparara para una junta directiva, no para una guerra. Pero eso era exactamente lo que se avecinaba: una guerra que llevaba gestándose mucho antes de esta noche.
El golpe en la puerta volvió a sonar, más fuerte, más agudo. Como si la impaciencia pudiera hacerme flaquear.
- ¿Señora Blackwell? -preguntó la criada, con voz tenue.
No me giré.
-Déjala entrar -respondí con calma, la voz tan fría como el filo de una navaja.
La puerta se abrió con un leve chirrido, y Margaret Blackwell entró como si cruzara un campo de batalla que ya daba por conquistado. El taconeo agudo de sus Louboutin resonó en el mármol, rompiendo el silencio con autoridad. Impecable, como siempre. Vestía un traje Chanel hecho a medida que abrazaba su figura con arrogancia, las perlas resplandecían en su cuello, y su cabello rubio platino recogido en un chignon perfecto no tenía ni un solo pelo fuera de lugar.
Me recorrió con la mirada como si fuera una mancha en su alfombra persa. Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios, como si jugara con una carta que yo no había visto aún.
Se sentó en el sofá de cuero como si fuera de su propiedad. Como si esta casa, aun legalmente mía, le perteneciera por derecho divino. Como si mis iniciales no estuvieran grabadas en los cimientos.
-Así que... -comenzó, su voz suave, empapada de superioridad- escuché sobre tu pequeña escena allá abajo.
¿Pequeña escena?
¿Está drogada o simplemente es así de perra?
Mantuve los brazos cruzados, apoyada contra la mesa consola, la mirada serena, impenetrable.
-Si viniste a ofrecer condolencias por mi divorcio, ahórratelas. No tengo compasión por quienes nunca la tuvieron por mí.
Su sonrisa se tensó apenas.
-Estoy aquí para hablar sobre lo que viene ahora.
- ¿Ahora? -repetí, alzando una ceja-. Qué curioso. Brad no parecía muy interesado en eso cuando irrumpió aquí declarando sus intenciones.
Sus labios se apretaron en una fina línea, pero se recompuso enseguida.
-Como sabes -dijo, enderezando la espalda como si esa postura le otorgara autoridad-, con el divorcio, todo lo relacionado con Blackwell Holdings debe regresar a Brad. Las acciones que posees, las propiedades… Estoy segura de que entiendes que eran parte del acuerdo matrimonial.
Solté una risa baja, seca, sin un gramo de humor. Me separé de la consola y caminé hacia la ventana, dándole la espalda.
- ¿Eso es lo que Brad te dijo? -pregunté, observando el horizonte, como si las luces de la ciudad pudieran diluir la amargura que me trepaba por la garganta.
-Eres inteligente, Aria. Estoy segura de que comprendes lo que se espera.
Me giré lentamente, apoyando un hombro contra el marco de la ventana, con una media sonrisa sin calidez.
-Sé exactamente lo que se espera. También sé que esas acciones no fueron un regalo. Fueron parte de un trato calculado para evitar que la empresa de tu hijo colapsara cuando nadie más quería acercarse.
La forma en que inhaló, breve y tensa, fue casi un halago.
-No seas ridícula -espetó, aunque sus ojos ya mostraban cautela.
- ¿Ridícula? -repetí, dando un paso lento en su dirección-. Dime, Margaret, ¿quieres que saque los contratos? Los firmados con mi alias. El mismo alias que salvó cada maldito proyecto que Blackwell Holdings estuvo a punto de perder.
Se levantó de golpe, sus ojos hechos rendijas.
-No me pongas a prueba, niña. ¿De verdad crees que por haber sido CEO unos meses eso te hace poderosa?
Sonreí con dulzura, pero no alcanzó mis ojos.
-No fueron unos meses, Margaret. Fue un año entero. Mientras Brad estaba demasiado ocupado acostándose con Savannah y descuidando su empresa, yo estaba sentada en salas de juntas salvándola. Si algo, Blackwell Holdings me pertenece más a mí que a él.
Sus manos se cerraron en puños a ambos lados del cuerpo.
-Puedes creer que eres astuta, pero sin un marido, sin tu padre para protegerte, no tendrás nada.
Un destello de dolor me atravesó al oírla mencionar a mi padre, pero mi rostro permaneció inmutable.
-Tienes razón -admití con calma-. Mi padre ya no está para pelear mis batallas. Pero ¿sabes qué? -di un paso más hacia ella, mis tacones apenas un susurro contra la alfombra-. Soy perfectamente capaz de pelear las mías.
Frunció el ceño con desprecio.
- ¿De verdad crees que sobrevivirás a una guerra contra nosotros?
-No lo creo, Margaret -dije, con la voz baja y gélida-. Lo sé.
Nos quedamos frente a frente, la tensión mordiéndonos el silencio.
-Te arrepentirás de esto -siseó, su máscara de calma comenzando a resquebrajarse.
-Tal vez -respondí con un leve encogimiento de hombros-. Pero también lo harás tú, cuando descubras que no soy una mujer que se deja intimidar ni se va con las manos vacías.
Soltó una risa amarga.
-Estás mintiendo. No tienes el valor para seguir adelante con esto.
- ¿Tú crees? -regresé a la mesa consola, tomé mi teléfono con una sonrisa ladeada, burlona-. Entonces deberías saber que los papeles del divorcio ya están en proceso, al igual que los documentos que blindan mis acciones. A prueba de balas. Y si intentas impugnarlos, haré público cada detalle del desastre que tu hijo provocó.
Sus ojos se abrieron, más por temor que por sorpresa.
-No lo harías.
La miré fijamente, serena. Implacable.
-Oh, sí que lo haría. Y lo haré.
Margaret me observó en silencio durante un largo momento, como si apenas ahora comprendiera que ya no era la chica ingenua que se había casado con su hijo por deber.
-Te arrepentirás de esto -repitió, con la voz más calmada, aunque la amenaza seguía latente.
-Quizás -respondí, caminando hacia la puerta y abriéndola con gesto firme-. Pero no hoy.
Me fulminó con la mirada mientras recogía su bolso y salía a toda prisa, sus tacones golpeando el suelo con fuerza, como disparos que se alejaban por el pasillo.
Cuando la puerta se cerró tras ella, solté un suspiro lento. Mis manos temblaban, pero las apreté hasta que recobraron firmeza.
Volví a acercarme a la ventana, contemplando la ciudad como si pudiera vislumbrar el futuro que estaba a punto de construir.
Todo había cambiado en una sola noche. Pensaban que podían borrarme. Que podían arrebatarme mis acciones, mi empresa, mi dignidad.
Se equivocaban.
Tomé el teléfono y marqué.
-Señorita Kensington -contestó mi abogado al primer timbre.
-Prepara todo -ordené, caminando por la habitación con la mente clara y enfocada-. Las acciones, los contratos, los estados de cuenta. Quiero cada documento listo para actuar en cuanto intenten siquiera respirar en mi dirección.
-Entendido. ¿Algo más?
Me detuve junto a la ventana, mirando la ciudad con determinación.
-Sí. Averigua con quién cuenta la junta si esto llega a votación. Quiero saber cuántos aliados me quedan.
-Me pondré en ello.
Justo cuando colgué la llamada y dejé el teléfono sobre la mesa, escuché el crujido de la puerta al abrirse detrás de mí.
Me giré con lentitud, el cuerpo en tensión, y lo vi entrar como si aún tuviera derecho a hacerlo. Brad. Manos en los bolsillos, esa sonrisa engreída que había llegado a detestar grabada en su rostro.
-Bueno, bueno -dijo, paseando la mirada por mí con desdén-. ¿Huyendo a tu pequeño apartamento, eh? Supongo que ya no te queda nadie a quien acudir.
No le respondí. Me limité a observarlo en silencio, con los brazos cruzados.
Se echó a reír, sacudiendo la cabeza mientras se acercaba. Se detuvo a solo unos metros de distancia.
-Sabes, Aria, aunque me estoy divorciando de ti, no puedo evitar sentirme un poco... triste por ti.
Arqueé una ceja, incrédula.
- ¿Triste por mí?
-Sí -dijo, con ese tono meloso que fingía compasión-. No tienes a nadie. Sin padre, sin familia que te respalde. Sola en este gran apartamento, pretendiendo que aún tienes poder.
Mantuve el rostro sereno, pero las manos se cerraron en puños a los costados.
-Y sabes -añadió con una chispa de arrogancia en los ojos-, soy un hombre generoso. Todavía podríamos... hacer algo antes del divorcio. Podría darte un hijo...
Parpadeé, desconcertada por la audacia repugnante de sus palabras.
- ¿Todavía quieres acostarte conmigo... -di un paso hacia él, mi voz baja, afilada como una hoja- cuando estamos a punto de divorciarnos?