Capítulo 1 Vamos a divorciarnos
Aria
Hoy se cumple un año. Un año cargando el título de Sra. Blackwell como si fuera un abrigo de invierno pesado, imposible de quitar. Un año desde que le prometí a mi madre, en su lecho de muerte, que lo intentaría. Que haría funcionar este matrimonio arreglado, que sería la hija perfecta, la esposa obediente.
Mi esposo era Brandon Blackwell. Alto, elegante, la imagen perfecta del CEO que los medios adoraban. Pero no lo había visto desde el día de nuestra boda.
Debería haberme tomado mi tiempo para volver a casa hoy. Pero no lo hice. Volví como una esposa que pertenece.
Apenas crucé la puerta de nuestra casa helada, lo sentí. El olor me golpeó primero: dulce, espeso, casi empalagoso, como fruta pasada... y sudor. Me detuve ahí, con las llaves aún apretadas entre los dedos, mis tacones resonando suavemente sobre el mármol. Las luces estaban tenues, las cortinas cerradas. Todo más silencioso de lo normal, pero no del todo en silencio.
Había sonidos. Húmedos, entrecortados. Gemidos agudos que rasgaban la quietud como una cuchilla afilada.
Me moví sin pensarlo, arrastrada por algo que no sabría explicar. Tal vez instinto. Tal vez miedo. Tal vez esa esperanza absurda de que no fuera lo que creía. De que mi mente, agotada por el día, me estuviera jugando una mala pasada.
Pero cuando llegué a la sala de estar, todo dentro de mí se quebró.
Ahí estaba Brandon.
Por primera vez en este año de matrimonio, lo vi de verdad. No al hombre de traje impecable. No al esposo ausente que jamás regresaba a casa. No al extraño con el que me casé por razones que, incluso cuando dije sí, acepto, nunca terminaron de tener sentido.
Estaba allí, en carne y hueso. Y no estaba solo. A su lado, recostada en el sofá como si fuera su trono, estaba Savannah. Su socia comercial. O, siendo honestos, su amante.
La cabeza de Savannah descansaba hacia atrás sobre el reposabrazos, su melena dorada revuelta como un halo de pecado. Su cuerpo arqueado, las uñas hundidas en los omóplatos de Brandon mientras él la embestía con una furia casi animal, como un resorte salvaje follando sin freno a su presa en celo.
No se detuvo al verme. Ni siquiera parpadeó. Me sostuvo la mirada como si yo fuera la intrusa. Como si él fuera el dueño legítimo de ese espacio y yo una sombra molesta que no tenía nada que hacer ahí.
Me ignoró. Me ignoró por completo mientras seguía follándose a Savannah justo delante de mí.
Me tomó un latido entender lo que estaba viendo. Y otro para aceptar que no era una pesadilla grotesca. Era real. Brutalmente real.
-Hola, querida esposa -murmuró Brandon con voz ronca, cargada de placer y veneno-. Llegas justo a tiempo. ¿Quieres unirte? Oh, joder, nena, sí... me voy a correr.
No me moví. No podía. Mi cuerpo era una estatua de hielo, pero mi mente gritaba. Cada recuerdo, cada mensaje ignorado, cada noche en vela esperando una llamada, una caricia, una señal... se derrumbó como un castillo de naipes. Las cenas solitarias. Las miradas esquivas de quienes sabían más de mi matrimonio que yo misma. Las veces que dije "está de viaje", aunque no tenía idea de dónde estaba.
No me había tocado desde la boda. Ni un beso. Ni una caricia. Ni una puta palabra que explicara su ausencia.
Y la primera vez que vi a mi esposo. La primera vez que vi su cuerpo, su piel, su deseo... fue dentro de otra.
Savannah le arañaba como si fuera suyo, y él la dejaba. Él era suyo.
Su rostro permanecía impasible. Frío, distante. Pero su cuerpo decía todo lo que su boca nunca se atrevió.
Y yo... solo miraba.
Un gemido agudo se escapó de los labios de Savannah mientras lo tomaba por el cuello y lo besaba. Un beso fuerte, desordenado, deliberado. Quería que lo escuchara. Quería que me marcara.
Sus piernas lo apretaron con fuerza, como si quisiera fundirse con él. Luego me miró. Ojos entrecerrados, sonrisa cruel.
-Debe doler -dijo con una dulzura fingida-. Pero bueno... al menos ahora sabes lo que te estás perdiendo.
Brandon no dijo una palabra. Ni siquiera me miró de nuevo.
Su atención seguía fija en ella. Su amante. Su consuelo. La mujer que había elegido una y otra vez por encima de mí. Y yo solo podía quedarme ahí, sintiendo cómo cada parte de mi alma se doblaba, se quebraba lentamente como papel mojado.
Debería haber gritado. Debería haber llorado, maldecido, lanzado algo, tal vez ese jarrón de cristal cerca de la ventana, o mi propio anillo de bodas directo a su maldita cabeza.
Pero no lo hice.
Solo miré. Miré hasta que su cuerpo comenzó a moverse con más fuerza, hasta que el sonido de su piel contra la de Savannah se volvió insoportable. Su miembro, grueso y brillante con sus fluidos, se deslizaba dentro de ella sin detenerse. Dios... ¿qué era esto? La primera vez que veía su cuerpo desnudo, su virilidad, su deseo... y estaba dándole todo eso a otra mujer. Savannah comenzó a temblar y yo, por reflejo, cerré los ojos. No quería llorar. No iba a llorar.
-Vamos a divorciarnos -dije finalmente, con la voz firme, quebrada solo por la rabia contenida.
Brandon se detuvo. Por fin. Su ceño se frunció mientras se apartaba ligeramente de Savannah y buscaba cubrirse con la chaqueta. Patético.
-Necesitamos hablar -musitó, como si no acabara de follarse a otra mujer frente a su esposa.
-Me escuchaste -repliqué, dejando el vaso sobre la mesa con un golpe sordo-. Terminemos con esta farsa. ¿Quieres estar con ella? Perfecto. Cásate, fórmense una linda familia, háganse fotos para los medios. Pero no pienses ni por un segundo que te irás con algo que me pertenezca. Ni a mí, ni a mi familia.
Lo que Brandon no sabía… era que yo era la razón por la que su precioso imperio todavía respiraba. Que fui yo, con mis cuentas privadas, con los fondos de Kensington Holdings, quien salvó su empresa del colapso cuando sus inversionistas huyeron. Sin mí, sin ese respaldo silencioso que nunca agradeció, Blackwell Holdings ya estaría en banca rota.
Y ahora… lo estaría.
¡Y ahora, realmente me traicionó!
-Realmente quise creer en este matrimonio. No por amor, sino por lealtad. Por la promesa que le hice a mi madre. Pero, si ninguno de ustedes respeta las promesas... ¿por qué debería hacerlo yo?
Savannah se burló. Brandon, en cambio, parecía... ¿culpable? ¿O simplemente sorprendido?
De cualquier forma, ya era demasiado tarde.
Cuando llegué a mi habitación, solté un suspiro que no sabía que llevaba conteniendo. Una victoria es una victoria. Dios sabe que Brandon y yo nunca compartimos una cama. Respiré hondo otra vez, cerré la puerta y me apoyé en ella con los ojos cerrados por un momento.
Esto no era solo desamor. Era traición. Era descubrir que, mientras yo me consumía tratando de salvar Blackwell Holdings por el honor de mi apellido, Brandon se paseaba con otra mujer como si no debiera nada a nadie.
Me acerqué a la ventana y observé el horizonte de la ciudad. Las luces temblaban levemente, pero parpadeé, negándome a permitir que el ardor en mis ojos se convirtiera en lágrimas.
No por ellos.
Tomé mi teléfono y marqué el único número que sabía que respondería sin falta.
-Señorita Kensington -respondió con su voz serena mi abogado personal.
-Prepara los papeles -ordené con calma, aunque cada palabra llevaba filo-. Vamos a la guerra.
Hubo una breve pausa.
-Entendido.
Colgué y miré a mi alrededor. Cada rincón decorado con su caro gusto. Cada pared testigo de los silencios incómodos, de las cenas solitarias, del vacío compartido.
Era hora de reclamar lo mío.
Caminé hacia el armario, pasando los dedos por la fila de vestidos que ya no me importaba volver a usar. Los favoritos de Brandon. Probablemente seleccionados uno a uno por Savannah, como si pudiera convertirme en una muñeca que ella moldeaba a su antojo.
Empecé a sacarlos del perchero uno tras otro, lanzándolos al suelo sin pensarlo. Cada vestido que caía era una capa de sumisión que me quitaba de encima. Ya no era la mujer que todos creían poder pisotear.
Era Ariana Kensington. Heredera de Kensington Holdings. Y si Brandon pensaba que esto había terminado, estaba a punto de descubrir de lo que realmente soy capaz.
Alcancé el último vestido cuando un golpe seco y repentino sonó en la puerta.
- ¿Señora Blackwell? -llamó con timidez la voz de una de las criadas.
Tragué el nudo en mi garganta y me alisé la blusa con las manos.
- ¿Sí?
-La madre de su esposo... acaba de llegar.