Capítulo 8 A un paso de la muerte
Luciana llegó con Christopher de la escuela, de inmediato notó el semblante descompuesto de Paula.
—¿Otra vez te sientes mal? —indagó con preocupación.
—Me duele la cabeza —se quejó frunciendo los labios, y enseguida se acercó a su hijo y lo estrechó en sus brazos. —¿Cómo te fue en la escuela?
—Bien mami, pero dijiste que me comprarías unos zapatos nuevos, estos me aprietan —dijo el niño y se los quitó.
Paula notó los deditos de su hijo enrojecidos, empezó a sobarle los pies, y de forma involuntaria las lágrimas corrieron por sus mejillas.
«Me hubiera gustado tanto darte otra vida»
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás así? —indagó Luciana.
—Más tarde te cuento —respondió con la voz entrecortada—, vengan a comer.
—¿Qué hiciste de comida mami? —indagó el pequeño.
Paula deglutió la saliva con dificultad, limpió con el puño de su vieja chompa las lágrimas.
—Arroz con plátano frito —respondió.
—¡Qué rico! —exclamó el pequeño. —¿Cuándo comeremos carne?
Paula miró a Luciana, inclinó la cabeza.
—Te prometo que con lo que me paguen hoy, mañana los invito a comer hamburguesas —dijo Luciana.
El pequeño brincó de gusto, mientras comía lo que su madre había preparado.
En la tarde cuando Christopher se quedó dormido, y Luciana se preparaba para su trabajo, Paula empezó a narrarle acerca de la visita de la madre de Juan Andrés Duque.
—Esa mujer debe estar desesperada —dijo Luciana—, aunque la propuesta te salvaría la vida. —Miró a su amiga con atención.
—¿Y soportar a ese tipo tan despreciable? —cuestionó Paula apretando los labios—, no, yo no estoy en venta.
—No lo tomes como eso, ella te está ofreciendo el empleo de fingir ser esposa de su hijo, y darle una lección, ¿no quieres desquitarte? —cuestionó Lu.
Paula apretó sus puños, arrugó el entrecejo.
—Lo que tengo ganas es de cogerlo del pescuezo y ahorcarlo así. —Juntó sus ambas manos entrelazando sus dedos—, hasta dejarlo sin aliento.
Luciana carcajeó al escucharla.
—Si yo fuera tú lo pensaría, y antes de dar el sí, iría a hablar con el médico, averiguaría si luego de la operación vas a quedar bien, o hay riesgos, caso contrario le pediría a esa señora que velara por Christopher —recomendó—, ellos tienen mucho dinero, no le faltaría nada, estaría protegido.
Paula parpadeó, quizás la propuesta no era del todo descabellada.
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Juan Andrés recibió un fuerte golpe en el estómago. Resopló, y luego inhaló profundo intentando llenar de aire sus pulmones.
—Para que aprendas, niño bonito, que las deudas de juego son sagradas —dijo un hombre mal encarado y corpulento.
—Ya déjenlo —ordenó el patrón—, el dinero está completo, cuando quieras eres recibido, podemos volver a apostar.
Juan Andrés se puso de pie, sabía que enfrentar a esos hombres era pésima idea, se aclaró la garganta.
—Lo pensaré —dijo dio vuelta y salió con rapidez.
Juan Miguel lo esperaba impaciente afuera, cuando lo vio salir, exhaló un suspiro tranquilizador.
—¿Estás bien? —cuestionó con preocupación.
—Sí, ya todo quedó saldado —informó—, ahora es hora de divertirnos, vamos a una discoteca, tengo unas amigas guapísimas que nos están esperando.
Mike rodó los ojos y negó con la cabeza.
—Siempre y cuando no sean prostitutas —recalcó.
Juan Andrés carcajeó divertido.
—No las llames así, son escort, y de las mejores. —Ladeó los labios y ambos subieron al auto.
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María Paz lloraba desconsolada en los brazos de su esposo.
—No puedo creer que Juan Andrés empeñara el reloj —sollozó con profunda tristeza. —¿En qué problemas anda metido? —cuestionó.
A Joaquín el alma le dolió al escuchar a su esposa llorar, él que siempre había procurado verla feliz, ahora no sabía qué hacer.
—¿Qué te duele, abuelita? —indagó una pequeña de enormes ojos azules, y hermoso cabello oscuro y rizado—, si deseas voy por mis juguetes de enfermera y te sano la pancita.
María Paz retiró su cabeza del pecho de Joaquín, miró a la niña, le sonrió con ternura.
—Gracias, mi muñeca.
—¿Abue…? —El niño apretó con fuerza los labios y miró a su abuelo. —¿Papá Joaquín, quieres jugar conmigo a la pelota? —indagó el niño de ojos verdes y cabello oscuro.
—Dame un minuto, y vamos a jugar. —Sonrió.
—¡Voy a avisarles a mi primo! —exclamó el pequeño con alegría. —¡El abuelito dijo que sí! —fue gritando a viva voz.
Joaquín rodó los ojos, negó con la cabeza.
—Estos cuatro diablillos, no comprenden que esa palabra está prohibida —rebatió.
María Paz no pudo evitar carcajear al escucharlo.
—Son la alegría de la casa, además tú eres el que los conscientes, ya debería permitir que te digan abuelo —suspiró.
—Lo voy a pensar —expresó y se quedó pensativo—, estoy pensando seriamente en mandar a Juan Andrés a algún lugar inhóspito, a ver si ahí se compone.
Paz frunció los labios.
—Pensé que Paula aceptaría, pero se negó, ya no sé qué más hacer. —Lo abrazó con fuerza.
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—¡Mami! ¡Despierta! —exclamó el pequeño Christopher a su madre, pero ella no habría los ojos, ni se movía—. Tía Luciana, mi mami no se levanta —avisó el pequeño.
Luciana parpadeó y se aproximó a Paula.
—¡Despierta, tienes empleo limpiando un edificio! —exclamó, la movió, pero Paula estaba como muerta—. Paula, responde —gritó entre sollozos Lu—, auxilio —vociferó desesperada.
Los vecinos acudieron al llamado, el pequeño Christopher lloraba asustado, la casera se hizo cargo de él, mientras Luciana acompañaba a su amiga en una ambulancia.
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Luciana caminaba de un lado a otro en la sala de espera, los minutos se hacían eternos, y la agonía era lenta, hasta que un apuesto médico apareció ante sus ojos.
—¿Cómo está mi amiga? —indagó sollozando.
—Ya despertó, pero la enfermedad avanza, si no se trata, puede quedar en coma y no despertar jamás —avisó.
Luciana se llevó ambas manos al rostro y sollozó, sentía que el final estaba cerca.
—¿Puedo verla?
—Solo unos minutos —indicó.
Luciana caminó por los pasillos, y llegó al área de emergencia, miró a su amiga, con los ojos abiertos, pálida.
—Lu —carraspeó Paula y estiró su mano—, ya no me queda mucho tiempo, busca a la mamá de Juan Andrés, dile que venga a verme —suplicó con lágrimas en los ojos.
—¿Y en dónde encuentro a la señora? —investigó Luciana.
—Ella me dejó su tarjeta, la bota en la basura, luego la recogí y la guardé en el cajón de la mesa —expresó aclarándose la voz—, haz lo que te pido, es urgente, no quiero dejar a mi hijo desprotegido. —Sollozo.