«¡Por qué ella es mía!»
Un silencio sepulcral le siguió a aquella confesión. Caleb estaba agitado, tenía las manos apretadas en dos fuertes puños y los dientes tan apretados que sentía que iba a romperlos por la presión que ejercía. Tenía la garganta apretada y estaba a nada de gruñir como una fiera ante la falta de respuesta de su hermano.
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